Peter Black estaba de pie ante la ventana de su dormitorio, con un vaso de whisky en la mano. Vio con ojos empañados que dos coches desconocidos subían por su sendero de entrada. No necesitó observar los movimientos de los cuatro hombres cuando salieron y subieron por la senda de adoquines para saber que todo había terminado. Cal el Todopoderoso se ha estrellado por fin, pensó con agrio humor. Por desgracia, me ha arrastrado con él.
Siempre hay que tener un plan de emergencia. Era uno de los lemas favoritos de Cal. ¿Tendrá uno ahora?, pensó. La verdad es que nunca me gustó ese tipo, así que me da igual.
Se acercó a la cama y abrió el cajón de su mesilla de noche. Sacó un estuche de piel y extrajo una hipodérmica, ya llena de líquido. La estudió con curiosidad. ¿Cuántas veces había dado esa inyección, con expresión compasiva, a sabiendas de que los ojos confiados que le miraban pronto se desenfocarían y se cerrarían para siempre? Según el doctor Lowe, ese fármaco no sólo no dejaba el menor rastro en la sangre, sino que no causaba dolor.
Pedro llamó a la puerta del dormitorio para anunciar a los indeseados visitantes.
Peter Black se tendió en la cama. Tomó un último sorbo de whisky y después se hundió la aguja en el brazo. Suspiró mientras pensaba que el doctor Lowe al menos no había mentido respecto a la ausencia de dolor.