A las siete, Philip Matthews había aparcado delante de casa de los Hilmer, con la esperanza de que llegaran antes.
Sin embargo, no fue hasta las nueve y diez cuando su coche entró en el camino de acceso.
—Lo siento mucho —se disculpó Arthur Hilmer—. Sabíamos que era muy posible que alguien nos estuviera esperando, pero nuestra nieta actuaba en una obra teatral y… bien, ya sabe cómo son esas cosas.
Philip sonrió. Un hombre agradable, pensó.
—No puede saberlo, claro —se corrigió Hilmer—. Nuestro hijo tiene cuarenta y cuatro años. Yo diría que usted es de su quinta.
Philip sonrió.
—¿Lee las hojas de té?
A continuación se presentó, explicó brevemente el riesgo que corría Molly de volver a la cárcel, y que podían ser muy importantes en su defensa.
Entraron en la casa. Jane Hilmer, una mujer de unos sesenta años, todavía atractiva y bien conservada, ofreció a Philip un refresco, una copa de vino o un café, pero el abogado rehusó todo.
Arthur Hilmer comprendió que deseaba ir al grano.
—Hoy hemos hablado con Bobby Burke en el Sea Lamp Diner —dijo—. Nos sorprendió mucho enterarnos de lo sucedido en el restaurante el domingo por la noche. Fuimos al cine y después a tomar un bocadillo.
—Nos marchamos a primera hora de la mañana para visitar a nuestro hijo, que vive en Toronto —explicó Jane Hilmer—. Regresamos anoche. Hoy, antes de ir a ver la obra de Janie, paramos a comer en el restaurante, y fue entonces cuando nos enteramos. —Miró a su marido—. Como ya he dicho, nos quedamos muy sorprendidos. Dijimos a Bobby que queríamos ayudar en lo posible. Bobby le habrá dicho que echamos un buen vistazo al tipo del sedán que estaba aparcado.
—Sí —confirmó Philip—. Voy a pedirles que mañana por la mañana vayan a declarar a la oficina del fiscal, y luego quiero que vean al dibujante de la policía. Un boceto del hombre de ese sedán sería muy útil.
—Con mucho gusto —dijo Arthur Hilmer—, pero creo que aún podré serle más útil. Prestamos particular atención a las dos mujeres cuando se fueron. Habíamos visto a la primera pasar junto a nuestra mesa, y era evidente que estaba preocupada. Después, la rubia de aspecto elegante, ahora sé que es Molly Lasch, se marchó. Estaba llorando y la oí gritar «Annamarie».
Philip se puso tenso. No me des malas noticias, rogó en silencio.
—Fue evidente que la otra mujer no la oyó —continuó Hilmer—. Hay una pequeña ventana oval sobre la mesa de la cajera. Desde donde yo estaba sentado veía con claridad el aparcamiento, la parte más cercana al restaurante. La primera mujer debió de atravesar el aparcamiento hasta la parte más oscura, porque no la vi. Pero estoy seguro de que vi a la segunda, me refiero a Molly Lasch. Fue directamente a su coche y se marchó. Puedo jurar que le resultó imposible cruzar el aparcamiento hasta ese jeep y apuñalar a la otra mujer, entre el momento en que la vi salir del local y cuando se alejó en su coche.
Philip no supo que sus ojos se habían humedecido hasta que se los secó con el dorso de la mano, en un gesto reflejo.
—No encuentro palabras —dijo, y se interrumpió. Se puso en pie como impulsado por un resorte—. Mañana intentaré encontrar las palabras adecuadas para darle las gracias. Ahora he de volver a Greenwich.