Lou tendría que haber vuelto a las nueve y media. Como hacía con todo, Calvin Whitehall había calculado el tiempo exacto que su esbirro tardaría en llegar a West Redding, encargarse del asunto y regresar. Mientras contemplaba el reloj de su biblioteca, admitió que, a menos que Lou volviera pronto, algo había salido muy mal.
Una pena, porque se trataba de un juego de ganar o perder. No habría paliativos si fracasaba.
A las diez empezó a pensar cómo distanciarse de su ayudante Lou Knox.
A las diez y diez sonó el timbre de la puerta. Había dicho al ama de llaves que se tomara la noche libre, algo que hacía con frecuencia. Le molestaba tener sirvientes en la casa todo el tiempo. Cal era consciente de que dicha sensación era producto de sus orígenes. En la mayoría de los casos, por más alto que llegues en la vida, los orígenes humildes desencadenan reacciones humildes, pensó.
Se encaminó por el pasillo hacia la puerta, y de paso se miró en un espejo. Vio a un hombre corpulento, de tez rubicunda y cabello ralo. Por algún motivo acudió a su mente un comentario que había oído sobre él cuando acababa de salir de Yale. La madre de uno de sus amigos había susurrado: «Cal no parece cómodo con su traje de Brooks Brothers».
No le sorprendió encontrar, no a una, sino a cuatro personas en la puerta.
—Señor Whitehall —dijo el portavoz—. Soy el detective Burroughs, de la oficina del fiscal. Queda detenido por conspiración para asesinar a Frances Simmons y al doctor Adrian Lowe.
Conspiración para asesinar, pensó Whitehall, y dejó que la frase resonara en su mente. Era peor de lo que esperaba. Miró al detective Burroughs, que le devolvió la mirada con aire risueño.
—Señor Whitehall, debo informarle que su sicario, Lou Knox, está cantando como un pájaro desde su cama del hospital. Y otra buena noticia: el doctor Adrian Lowe está declarando ahora mismo en la comisaría. Parece que no encuentra alabanzas suficientes para usted, a juzgar por todos los esfuerzos que ha realizado para hacer posible esta investigación criminal.