El doctor esperaba con ansiedad a Fran Simmons desde hacía media hora, cuando los faros del coche anunciaron su llegada. El timbre sonó a las siete en punto, un detalle de puntualidad que consideró gratificante. Él, un científico, siempre era puntual, y esperaba que los demás también lo fueran.
Abrió la puerta y se presentó con un educado saludo.
—Durante casi veinte años he sido conocido en esta zona como Adrian Logue, un oftalmólogo jubilado —dijo—. En realidad, mi verdadero nombre, el que ahora recupero con orgullo, es Adrian Lowe, como usted ya sabe.
Las fotos que había visto en las revistas de Adrian Lowe databan de hacía casi veinte años, y mostraban a un hombre mucho más robusto del que se erguía ante ella.
Medía casi metro ochenta, era delgado y algo encorvado. Su cabello ralo era más cano que gris. La expresión de sus ojos azul pálido sólo se podía definir como cordial. Sus modales eran deferentes, y hasta parecía un poco tímido cuando la invitó a entrar en la pequeña sala de estar.
En conjunto, pensó Fran, no es la clase de persona que esperaba. Pero en realidad ¿qué esperaba?, se preguntó, mientras elegía una silla de respaldo recto en lugar de la mecedora que el médico le ofrecía. Después de leer los artículos que escribió, y sabiendo lo que sé de él, pensaba que tendría aspecto de fanático, de ojos alucinados y movimientos convulsos, o de médico nazi que desfilaría al paso de la oca.
Iba a preguntarle si le permitiría grabar la conversación, cuando el hombre dijo:
—Espero que haya traído una grabadora, señorita Simmons. No quiero que citen mal mis palabras.
—Por supuesto, doctor.
Fran extrajo la grabadora y la encendió. No dejes que descubra lo mucho que ya has averiguado sobre sus propósitos, se advirtió. Haz todas las preguntas importantes. Más tarde, esta cinta será una prueba de suma utilidad.
—Subiremos a mi laboratorio directamente, y hablaremos allí. Pero antes déjeme explicarle por qué está aquí. No, para ser más concreto, déjeme explicarle por qué estoy aquí.
El doctor Lowe apoyó la cabeza en el respaldo de la mecedora con un suspiro.
—Señorita Simmons, supongo que conocerá el viejo tópico de «No hay mal que por bien no venga». Esta premisa es especialmente cierta en la práctica de la medicina. En ocasiones hay que tomar decisiones sumamente difíciles.
Fran escuchó sin comentarios mientras Lowe explicaba sus puntos de vista sobre los avances médicos y la necesidad de redefinir el concepto de «cuidados controlados».
—Ciertos tratamientos deberían interrumpirse, pero no estoy hablando sólo de sistemas de mantenimiento artificial de la vida —dijo—. Digamos que una persona ha sufrido el tercer infarto, o que tiene más de setenta años y está en diálisis desde hace cinco años, o se le ha concedido el enorme dispendio económico de un trasplante de corazón o hígado que ha fracasado. ¿No es hora ya de que esa persona fallezca, señorita Simmons? No cabe duda de que se trata de la voluntad de Dios. ¿Por qué hemos de luchar contra lo inevitable? El paciente no estará de acuerdo, por supuesto, y sin duda la familia exigirá que se continúe el tratamiento. Por lo tanto, debería existir otra autoridad capacitada para acelerar el final inevitable sin consultar con la familia ni con el paciente, y sin provocar más gastos al hospital. Una autoridad capaz de tomar una decisión clínica, objetiva y científica.
Fran escuchaba estupefacta la filosofía casi inimaginable que el hombre proponía.
—¿Está diciendo, doctor Lowe, que ni el paciente ni la familia tendrían derecho a decir o saber nada acerca de la decisión tomada para acabar con la vida del paciente?
—Exacto.
—¿Está diciendo también que los inválidos deberían convertirse, sin saberlo y contra su voluntad, en conejillos de indias de los experimentos que usted y sus colegas llevarían a cabo?
—Querida señorita —dijo con tono condescendiente—, quiero que vea una cinta de vídeo. Quizá la ayude a comprender por qué mis investigaciones son tan importantes. Tal vez haya oído hablar de Tasha Colbert, una joven procedente de una familia importante.
Dios mío, está a punto de admitir su responsabilidad, pensó Fran.
—Debido a una infortunada confusión, el tratamiento terminal que iba a administrársele a una enferma crónica anciana fue administrado a la señorita Colbert, en lugar de la solución salina que necesitaba. Esto dio lugar a un coma irreversible, al que sobrevivió más de seis años. He estado experimentando con el fin de descubrir un fármaco que invirtiera ese coma profundo, y anoche tuvo éxito por primera vez, siquiera por unos momentos. Pero ese éxito es el inicio de algo magnífico en la ciencia. Permítame que le enseñe la prueba.
Lowe introdujo una cinta en un aparato de vídeo.
—Nunca veo la televisión —explicó—, pero tengo este aparato para ayudarme en mis investigaciones. Sólo le enseñaré los cinco minutos finales de la vida de Natasha Colbert. Bastará con eso para que se haga una idea de lo que he conseguido durante los años pasados aquí.
Con incredulidad, Fran vio cómo Barbara Colbert murmuraba el nombre de su hija agonizante.
Su audible exclamación cuando la joven se removió, abrió los ojos y empezó a hablar, deleitó al doctor Lowe.
—¡Mire, véalo usted misma! —exclamó.
Fran vio cómo la chica reconocía a su madre, cerraba los ojos, volvía a abrirlos y suplicaba a su madre que la ayudara.
Las lágrimas afloraron a sus ojos cuando vio a Barbara Colbert suplicar a su hija que viviera. Casi con odio, vio cómo el doctor Black negaba a Barbara Colbert que su hija hubiera recobrado la conciencia.
—Sólo duró un minuto. El fármaco no es muy potente —explicó Lowe mientras paraba y rebobinaba la cinta—. Algún día, invertir los estados de coma será algo rutinario. —Guardó la cinta en su bolsillo—. ¿Qué está pensando, querida?
—Estoy pensando, doctor Lowe, que con su evidente genio, es increíble que no haya dedicado sus esfuerzos a la conservación de la vida y a la mejora de su calidad, en lugar de a la destrucción de vidas consideradas inaceptables.
El hombre sonrió y se levantó.
—Querida, el número de científicos que están de acuerdo conmigo son legión. Permítame que le enseñe mi laboratorio.
Fran, que sentía una mezcla de horror y temor creciente por estar a solas con aquel hombre, le siguió por la estrecha escalera.
Tasha Colbert, pensó airada. Uno de sus «eficaces» fármacos la dejó en aquel estado. Y también a la abuela de Tim, que esperaba celebrar su ochenta aniversario. Y a Barbara Colbert, que no se tragó las afirmaciones del criminal discípulo de Lowe, Peter Black, cuando dijo que había sufrido alucinaciones. Hasta puede que esté hablando de la madre de Peter Gallo. ¿Cuántos más? se preguntó.
El rellano estaba escasamente iluminado, pero cuando Adrian Lowe abrió la puerta de su laboratorio, fue como entrar en otro mundo. Aunque sabía poca cosa acerca de laboratorios de investigación, Fran supuso que aquel debía de ser el no va más de la perfección técnica.
La habitación no era muy grande pero estaba repleta de aparatos de todo tipo, situados de manera que cada centímetro era útil. Además del último grito en tecnología informática, Fran reconoció algunos aparatos que había visto en la consulta de su propio médico. También había una bombona de oxígeno, con válvulas y tubos conectados. Varias máquinas parecían destinadas a analizar productos químicos, pero el aspecto de otras sugerían que servían para analizar a seres vivos. Ratas, espero, se dijo Fran, estremecida. Casi ninguno de aquellos aparatos significaba nada para ella, pero se quedó impresionada por la limpieza y orden reinantes. Es aterrador e impresionante a la vez, pensó mientras se adentraba en el laboratorio.
Adrian Lowe resplandecía de orgullo.
—Señorita Simmons, mi antiguo estudiante Gary Lasch me trajo aquí después de que me expulsaran de la profesión médica. Creía en mí y en mis investigaciones, y me prestó todo el apoyo que necesitaba para llevar a cabo mis pruebas y experimentos. Después envió a buscar a Peter Black, otro de mis antiguos estudiantes, compañero de clase de Gary. No fue una decisión acertada. Tal vez debido a sus problemas con el alcohol, Black resultó un cobarde peligroso. Me ha fallado en numerosas ocasiones, si bien hace poco me ayudó a conseguir el éxito más grande de mi carrera. Además está Calvin Whitehall, quien tuvo la amabilidad de concertar nuestra cita, y que ha sido un fervoroso partidario de mi investigación, tanto desde el punto de vista económico como filosófico.
—¿Qué ha hecho Calvin Whitehall? —preguntó Fran mientras otro escalofrío recorría su espina dorsal.
Adrian Lowe pareció confuso.
—Concertó nuestra cita, por supuesto. Sugirió que usted sería el contacto periodístico más adecuado. Habló con usted y me avisó de su visita.
Fran eligió sus siguientes palabras con sumo cuidado.
—¿Qué le dijo exactamente el señor Whitehall, doctor?
—Querida, usted ha venido para realizar una entrevista de media hora conmigo, la cual me permitirá anunciar al mundo mis descubrimientos. Los miembros de la clase médica continuarán cebándose en mí, pero a la larga, tanto ellos como el público en general acabarán aceptando la verdad de mi filosofía y el genio de mi investigación. Y usted, señorita Simmons, allanará el camino. Va a dar mucha publicidad por adelantado al programa, y lo emitirá por su prestigioso canal.
Fran guardó silencio un momento, estupefacta.
—Doctor Lowe, ¿es consciente de que tanto usted como el doctor Black y Calvin Whitehall se exponen a una posible querella criminal?
El anciano se encrespó.
—Por supuesto. Calvin ha aceptado que es una parte necesaria de nuestra importante misión.
Santo Dios, pensó Fran, este imbécil se ha convertido en un peligro para ellos. Y yo también. Este laboratorio significa otro peligro para ellos. Querrán deshacerse de él… y de nosotros. Dios mío, he caído en una trampa.
—Doctor —dijo, intentando aparentar una serenidad que no sentía—, tenemos que salir de aquí ahora mismo. Nos han tendido una trampa. Calvin Whitehall nunca permitiría que revelara esto, sobre todo por televisión. ¿Comprende?
—No entiendo… —contestó el médico con una expresión de confusión casi infantil.
—Confíe en mí, por favor.
El anciano estaba a su lado, en la zona central del laboratorio, con las manos apoyadas en la superficie de formica.
—Señorita Simmons, está diciendo tonterías. El señor Whitehall…
Fran lo cogió por el brazo.
—Doctor, aquí corremos peligro. Tenemos que irnos.
Oyó un leve ruido y notó una corriente de aire. Una ventana se estaba abriendo al fondo de la habitación.
—¡Mire! —gritó al tiempo que señalaba a una figura borrosa, apenas visible contra la oscuridad nocturna.
Vio la oscilación de una diminuta llama, vio cómo un brazo la alzaba… De pronto comprendió lo que iba a suceder. El intruso iba a arrojar una bomba incendiaria dentro del laboratorio. Iba a volarlo… y de paso a ellos dos.
El doctor Lowe liberó su mano. Fran sabía que era inútil intentar huir, pero también sabía que debía intentarlo.
—Por favor, doctor.
El anciano, con un veloz movimiento, sacó una escopeta de debajo de la mesa, apuntó y disparó. El estruendo ensordeció a Fran pero vio desaparecer el brazo que sostenía la llama, y a continuación oyó el golpe sordo de un cuerpo al caer al suelo. Un instante más tarde se elevaron llamas del balcón.
Lowe descolgó un extintor sujeto a la pared y se lo entregó a Fran. Luego corrió hasta una caja fuerte, la abrió a toda prisa y rebuscó en su interior.
Fran se asomó a la ventana. Las llamas estaban lamiendo los zapatos del asaltante, que estaba tendido en el balcón, gimiendo y aferrándose el hombro herido. Fran dirigió el chorro de espuma contra las llamas que rodeaban al hombre.
Pero el fuego se había propagado ya a la barandilla del balcón, y al cabo de unos segundos llegaría a los peldaños. Parte del líquido de la bomba incendiaria se había escurrido entre las tablas del porche, y vio llamas por debajo. Fran comprendió que ningún extintor podría salvar la casa. También sabía que, si abría la puerta que daba acceso al balcón, las llamas invadirían el laboratorio y envolverían la bombona de oxígeno.
—¡Salga, doctor! —gritó.
El anciano salió corriendo del laboratorio cargado con carpetas y Fran lo oyó bajar por la escalera.
Miró hacia el porche. Sólo había una forma de salvar al hombre herido, y estaba decidida a hacerlo. No podía permitir que muriera cuando el laboratorio estallara. Salió al porche por la estrecha ventana, sin abandonar el extintor. Las llamas amenazaban de nuevo al herido y estaban a punto de trepar por la pared exterior de la casa. Fran inundó de espuma el espacio que separaba la ventana de la escalera, con el fin de crear un sendero. El intruso había caído casi junto a la escalera. Fran pasó las manos bajo su hombro derecho, lo alzó con todas sus fuerzas y lo lanzó escaleras abajo.
Fran resbaló con la espuma y cayó detrás de él. Su cabeza golpeó contra un escalón, su hombro rozó el borde del siguiente, y se torció el tobillo cuando tocó suelo por fin.
Aturdida, consiguió ponerse en pie, justo cuando Lowe aparecía por un lado de la casa.
—¡Cójale! —Gritó Fran—. Ayúdeme a sacarle de aquí antes de que la casa estalle.
El intruso se había desmayado y pesaba como una losa. Fran, con un esfuerzo casi sobrehumano, cargó con casi todo el peso, ayudada por Lowe, y alejó a Lou Knox casi seis metros antes de que la explosión tan cuidadosamente planificada por Calvin Whitehall tuviera lugar.
Corrieron a refugiarse mientras las llamas se elevaban hacia el cielo nocturno y los escombros caían por doquier.