Fran tuvo la impresión de que el estado de Molly había empeorado de la noche a la mañana. Sus ojeras habían adquirido un tono violáceo, sus pupilas eran enormes, y sus labios y piel, cenicientos. Su voz sonaba baja y vacilante. Fran casi tuvo que esforzarse por oírla.
Se habían sentado en el estudio, y Fran reparó varias veces en que Molly paseaba la vista por la habitación, como si la viese por primera vez.
Parece tan sola y desesperada, pensó Fran, tan abatida… Ojalá sus padres pudieran estar con ella.
—Molly, ya sé que no es mi problema, pero te lo he de preguntar —dijo—. ¿No podría tu madre dejar a tu padre en casa? Necesitas su compañía.
Molly meneó la cabeza.
—No es posible, Fran. Si mi padre no hubiera sufrido una apoplejía, los dos estarían aquí. Lo sé. Temo que el ataque fue más grave de lo que ellos admiten. He hablado con él y está animado, pero con todos los problemas que les he causado, si algo le pasara mientras ella estuviera aquí me volvería loca.
—¿Y qué dolor les causarás si te pierden? —repuso con brusquedad Fran.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que estoy muy preocupada por ti, y Philip también, y Jenna. No me iré por las ramas: todas las probabilidades indican que el lunes volverán a encerrarte.
—Por fin alguien que habla claro —suspiró Molly—. Gracias, Fran.
—Escúchame bien. Creo que existen muchas posibilidades de que, aunque vayas a Niantic, salgas muy pronto, y no en libertad condicional sino exculpada por completo.
—Érase una vez —ironizó Molly—. No sabía que creías en los cuentos de hadas.
—¡Basta! Molly, siento mucho dejarte en este momento, pero no puedo quedarme. Tengo una cita muy importante para muchas personas, sobre todo para ti. De lo contrario no te abandonaría. ¿Sabes por qué? Porque creo que ya te has rendido. Creo que has decidido que ni siquiera vas a presentarte ante la junta de libertad condicional.
Molly enarcó las cejas, pero no la contradijo.
—Confía en mí, por favor. Nos estamos acercando a la verdad. Lo sé. Créeme. Cree en Philip. Quizá no te importe, pero ese tipo te quiere, y no descansará hasta demostrar que eres la auténtica víctima de toda esta conjura.
—Me gustó esa frase de Una tragedia americana —murmuró Molly—. A ver si la recuerdo bien: «Ámame hasta que muera, y después olvídame».
Fran se levantó.
—Molly, si de veras decides poner fin a tu vida, encontrarás una forma, estés sola o protegida por el ejército del Papa, como decía mi abuela.
»Voy a decirte una cosa: estoy enfadada con mi padre por haberse suicidado. No, más que enfadada: estoy furiosa. Robó un montón de dinero y habría ido a la cárcel. Pero también habría salido de la cárcel y yo habría ido a buscarle con timbales y trompetas.
Molly permanecía en silencio, con la vista clavada en sus manos.
Fran, impaciente, secó las lágrimas de sus ojos.
—En el peor de los casos —continuó—, cumplirás tu condena. No lo creo, pero podría ser. Cuando salgas, aún serás lo bastante joven para disfrutar, y digo disfrutar, de unos cuarenta años más de vida. Tú no mataste a Annamarie Scalli. Todos lo sabemos, y Philip se encargará de demostrarlo. Por el amor de Dios, cariño, serénate. Se supone que los de sangre azul tenéis clase. ¡Demuéstralo! —Y se marchó.
Molly se acercó a la ventana y vio cómo el coche de Fran se alejaba. Gracias por tus palabras, pero es demasiado tarde, Fran, pensó. Ya no tengo clase.