Fran pasó el resto de la mañana del sábado examinando los artículos que el doctor Adrian Lowe había escrito, así como los escritos acerca de él. Comparado con él, el doctor Kevorkian[4] parece Albert Schweitzer, pensó. La filosofía de Lowe era de una sencillez meridiana: gracias a los avances de la medicina, demasiada gente vivía demasiado tiempo. Los ancianos consumían recursos económicos y médicos que podían emplearse mejor en otras cosas.
Un artículo afirmaba que gran parte de los complejos tratamientos dedicados a los enfermos crónicos eran innecesarios y antieconómicos. Expertos médicos debían llegar a esa decisión y llevarla a la práctica sin consultar a los familiares.
Otro artículo exponía la teoría de Lowe de que los inválidos eran un material útil, tal vez hasta necesario, para probar fármacos nuevos. El fármaco podría serles de gran ayuda o matarlos. En cualquier caso, el resultado siempre sería positivo para la sociedad.
Fran siguió leyendo y averiguó que las teorías de Lowe se habían radicalizado tanto que fue expulsado de la facultad de medicina en que impartía clases, y hasta fue condenado por la Asociación Norteamericana de Médicos. En una ocasión, fue acusado de dar muerte deliberada a tres pacientes, pero no pudo demostrarse. Después desapareció. Fran recordó por fin dónde había oído hablar de él: en un cursillo sobre ética al que había asistido en la universidad.
¿Instaló Gary Lasch al doctor Lowe en West Redding para que continuara sus investigaciones científicas? ¿Llamó también al otro estudiante aventajado de Lowe, Peter Black, para que le ayudara a realizar experimentos en pacientes del hospital Lasch? Todo empezaba a apuntar en esa dirección.
Todo encaja, pensó Fran. De una manera terrible, lógica y brutal. Esta noche, Dios mediante, obtendré las pruebas. Si este médico loco quiere dar a conocer sus supuestos logros, ha acudido a la persona adecuada. ¡Voy por él! No puedo esperar más.
Su informante anónimo le había dado la dirección concreta del lugar donde Lowe se escondía. West Redding se encontraba a noventa kilómetros al norte de Manhattan. Menos mal que es marzo, no agosto, pensó Fran. En verano, la Merritt Parkway estaba atestada de veraneantes que iban a las playas. Aún así, su intención era salir con suficiente antelación. La cita era a las siete. Bien, ardía en deseos de que ya fuera esa hora.
Pensó en el equipo que convenía llevar. No quería asustar a Lowe, pero rezó para que le permitiera utilizar la grabadora para la entrevista, o incluso la cámara de vídeo. Al final decidió llevar ambas. Cabían sin problemas en su bolso, junto con la libreta.
A las dos había terminado de preparar las preguntas para Lowe. A las tres y cuarto se había duchado y vestido. Llamó a Molly para saber cómo estaba, y la asustó su tono abatido.
—¿Estás sola, Molly?
—Sí.
—¿Irá alguien?
—Philip ha llamado. Quería venir esta noche, pero Jenna estará aquí. Le he pedido que esperara a mañana.
—Molly, aún no puedo decirte nada concreto, pero están pasando muchas cosas, y todo es prometedor. Parece que he dado con algo que podrá ayudaros mucho a Philip y a ti.
—No hay nada como las buenas noticias, ¿eh, Fran?
—Esta noche estaré en Connecticut, y si salgo ahora podría pasar a verte unos minutos. ¿Te gustaría?
—No te preocupes por mí.
—Estaré ahí dentro de una hora —dijo Fran, y colgó antes de que Molly pudiera negarse.
Se ha rendido, pensó Fran mientras pulsaba con impaciencia el botón del ascensor. En ese estado, no debería estar sola ni un minuto.