Cuando Fran salió del estudio, atravesó la ciudad hasta llegar al apartamento de cuatro habitaciones que había alquilado en la Segunda Avenida con la Cincuenta y seis. Le había sentado muy mal vender su piso de Los Angeles, pero ahora que estaba aquí, se daba cuenta de que, tal como Gus había intuido, llevaba Nueva York en la sangre.
Al fin y al cabo, viví en Manhattan hasta los trece años, pensó, mientras subía por Madison Avenue y pasaba ante Le Cirque 2000. Lanzó una mirada de admiración hacia el patio iluminado que conducía a la entrada. Después, papá ganó un montón de dinero en la bolsa y decidió ser un caballero rural.
Fue entonces cuando se mudaron a Greenwich y compraron una casa a escasa distancia de donde Molly vivía ahora. La casa se hallaba en un barrio muy exclusivo de Lake Avenue. Resultó que no se la podían permitir, por supuesto, y a la casa siguió un coche que no se podían permitir y ropas que no se podían permitir. Tal vez a papá le entró el pánico, y por eso no volvió a ganar dinero en la bolsa, pensó Fran.
Le gustaba implicarse en los problemas de la ciudad y conocer a la gente. Creía que las personas voluntariosas hacían amigos, y él lo era como la que más. Al menos, hasta que «tomó prestadas» donaciones para el fondo de la biblioteca.
La idea de vaciar las cajas que había enviado al Este la aterraba, pero había parado de caer aguanieve y el frío era tonificante. Cuando introdujo la llave en la cerradura de su apartamento, el 21E, estaba mucho más animada.
Al menos, la sala de estar está en muy buen estado, se dijo mientras encendía la luz y paseaba la vista por la alegre habitación, con su tresillo de terciopelo verde musgo y su alfombra persa roja, marfil y verde.
La visión de las estanterías casi vacías la impulsó a entrar en acción. Se puso un jersey y unos pantalones viejos, y empezó a trabajar. Poner música animada en el estéreo la ayudó a aliviar la monotonía de vaciar cajas y clasificar libros y cintas. La caja que contenía los útiles de cocina fue la más fácil de clasificar. Tampoco es que haya gran cosa, pensó con ironía. Eso demuestra lo buena cocinera que soy.
A las nueve menos cuarto suspiró un fervoroso amén y arrastró la última caja vacía hasta el trastero. Hace falta mucho amor para convertir una casa en un hogar, pensó con satisfacción mientras recorría el apartamento, que por fin empezaba a parecer un hogar.
Fotos enmarcadas de su madre, su padrastro, sus hermanastros y sus respectivas familias conseguían que los sintiera más cercanos. Voy a echaros de menos, chicos, pensó. Ir a Nueva York de visita era una cosa, pero mudarse a la ciudad y saber que no les vería con mucha frecuencia era muy diferente. Su madre había borrado Greenwich de su vida. Nunca decía que había vivido allí, y cuando volvió a casarse, animó a Fran a adoptar el apellido de su padrastro.
Ni hablar, pensó Fran.
Complacida con sus logros, pensó en salir a cenar, pero después se conformó con un bocadillo de queso. Se sentó a comer a la diminuta mesa de hierro forjado, ante la ventana de la cocina, que ofrecía una espléndida vista del East River.
Molly está pasando su primera noche en casa después de cinco años y medio en prisión, pensó. Cuando la vea, le pediré una lista de personas con las que pueda hablar, personas dispuestas a hablar conmigo de ella. Pero hay una serie de preguntas a la que intentaré encontrar respuesta de paso, y no todas giran en torno a Molly.
Algunas de estas preguntas hacía mucho tiempo que la atormentaban. No se había encontrado el menor documento sobre los cuatrocientos mil dólares que su padre se había apropiado del fondo de la biblioteca. Teniendo en cuenta su historial en la bolsa, todo el mundo supuso que los había perdido invirtiendo en valores poco fiables, pero después de su muerte no se encontró ningún papel que lo demostrara.
Tenía dieciocho años cuando nos fuimos de Greenwich, pensó Fran. Eso fue hace catorce años. Pero ahora he vuelto, y veré a un montón de personas que conocía, hablaré con un montón de personas de Greenwich sobre Molly y Gary Lasch.
Se levantó y cogió la cafetera. Mientras se servía una taza, pensó en su padre y en el efecto que le causaba recibir un soplo. Recordó cuánto había ansiado ser invitado a unirse al club de campo, a convertirse en uno de los hombres que jugaban con regularidad en el campo de golf.
La sospecha había empezado a germinar de manera espontánea. Como no se había encontrado el menor registro del dinero que su padre había malversado, era lógico que albergara dudas. ¿Cabía la posibilidad de que alguien de Greenwich, alguien a quien su padre intentaba impresionar, le hubiera dado un soplo, y después aceptado, pero no invertido, los cuatrocientos mil dólares que su padre había «tomado prestados» de una forma tan imprudente del fondo de la biblioteca?