A las diez de la mañana del sábado, Calvin Whitehall puso su plan en marcha. Había convocado a Lou Knox en su estudio para que éste llamara a Fran Simmons en su presencia.
—Si no está, prueba cada media hora —dijo—. Quiero que vaya a West Redding hoy, o mañana a lo sumo. No podré tener controlado a nuestro amigo el doctor Logue mucho más tiempo.
Lou sabía que no se esperaban de él comentarios o respuestas. En esta fase de los acontecimientos, Cal era propenso a hablar en voz alta.
—¿Llevas el móvil?
—Sí, señor.
Se utilizaría el móvil para esta llamada, no sólo porque transmitiría «número desconocido» si Fran tenía un identificador de llamadas, sino porque, como medida de seguridad, el número estaba a un nombre falso en un apartado de correos del condado de Wetchester, Nueva York.
—Llámala y procura convencerla. Éste es el número. Me alegra decir que estaba en el listín.
De lo contrario, pensó Cal, habría sido muy fácil decirle a Jenna que se lo pidiera a Molly, con la excusa de que quería concertar la cita que Fran Simmons había solicitado. Pero se alegraba de ahorrarse este paso. Habría violado su regla de oro: en cualquier plan, cuanta menos gente esté enterada mejor.
Lou cogió el papel y empezó a pulsar los números del móvil. Hubo dos llamadas, y después contestaron. Asintió a Cal, que le observaba.
—¿Sí? —dijo Fran.
—¿Señorita Simmons? —preguntó Lou, utilizando el leve acento alemán de su difunto padre.
—Sí. ¿Quién es?
—No puedo decirlo por teléfono, pero ayer la oí en la cafetería del hospital, cuando hablaba con la señora Branagan. —Hizo una pausa para causar efecto—. Señorita Simmons, trabajo en el hospital, y usted tiene razón, algo terrible está pasando allí.
Fran, que se encontraba en su sala de estar, todavía en pijama, buscó con la vista su pluma, la vio sobre el almohadón y cogió la libreta que había sobre la mesa.
—Lo sé —dijo con calma—, pero por desgracia no puedo probarlo.
—¿Puedo confiar en usted, señorita Simmons?
—¿Qué quiere decir?
—Hay un anciano doctor que ha estado inventando fármacos para utilizar en experimentos con los pacientes del Lasch. Tiene miedo de que el doctor Black quiera matarlo, y quiere contar la historia de sus investigaciones antes de que se lo impidan. Sabe que eso le causará problemas, pero le da igual.
Seguramente se refiere a Adrian Lowe, el médico de esos artículos, pensó Fran.
—¿Ese médico ha hablado con alguien más de esto? —preguntó.
—Sé a ciencia cierta que no. Le recojo paquetes para el hospital. Lo hago desde hace tiempo, pero no me enteré de lo que contenían hasta ayer. Me habló de sus experimentos. Estaba loco de entusiasmo. Quiere que el mundo sepa lo que hizo para conseguir que la hija de los Colbert saliera del coma antes de morir. —Hizo una pausa y bajó la voz—. Señorita Simmons, hasta lo tiene grabado en vídeo. Lo sé porque lo vi.
—Me gustaría hablar con él —dijo Fran, intentando conservar la voz serena.
—Es un anciano, señorita Simmons, prácticamente un ermitaño. Pese a sus deseos de dar a conocer sus experimentos, está asustado. Si va acompañada de otra gente se cerrará como una ostra y no le sacará nada.
—Si quiere que vaya sola, de acuerdo —repuso Fran—. De hecho, lo prefiero.
—¿Le parece bien esta noche a las siete?
—Por supuesto. ¿Adónde he de ir?
Lou juntó el índice y el pulgar en señal de victoria.
—¿Sabe dónde está West Redding, Connecticut, señorita Simmons? —preguntó.