—Molly, antes de irme voy a darte un sedante para que duermas toda la noche —dijo el doctor Daniels.
—Como quiera, doctor —dijo ella con indiferencia.
Estaban en el salón.
—Iré a buscar un vaso de agua —dijo Daniels. Se levantó para ir a la cocina.
Molly pensó en el frasco de somníferos que había dejado sobre la encimera.
—El grifo del bar está más cerca, doctor —dijo a toda prisa.
Él la estaba observando cuando ella se introdujo la pastilla en la boca y la tragó con agua.
—Me encuentro bien, de veras —dijo.
—Te encontrarás todavía mejor después de un buen sueño. Vete a la cama ahora mismo.
—Lo haré. —Le acompañó hasta la puerta—. Son más de las nueve. Lo siento. Le he estropeado todas las veladas de la semana, ¿verdad?
—No has estropeado nada. Hablaremos mañana.
—Gracias.
—Recuerda: vete a la cama ahora mismo, Molly. Tendrás sueño muy pronto.
Ella esperó, y cuando estuvo segura de que él ya se había alejado, cerró la puerta con doble llave y bajó la falleba. Esta vez el ruido le resultó familiar e inofensivo.
Me lo imaginé todo, pensó. El sonido, la sensación de que había alguien más en casa aquella noche. Lo recuerdo así porque así deseaba que fuera.
¿Había apagado todas las luces del estudio? No se acordaba. La puerta estaba cerrada. La abrió y tanteó en busca del interruptor. Cuando la luz iluminó la habitación, algo que se estaba moviendo delante de la ventana llamó su atención. ¿Había alguien fuera? Sí. A la luz de la lámpara del estudio, vio a Wally Barry en el jardín, a escasa distancia de la ventana, mirándola. Molly lanzó un grito y dio media vuelta.
Y de pronto el estudio se le antojó diferente. Estaba chapado otra vez, como antes… Y Gary estaba allí, dándole la espalda, caído sobre el escritorio, con la cabeza empapada en sangre.
De un corte profundo en la cabeza, manaba abundante sangre que empapaba su espalda, mojaba el escritorio y caía al suelo.
Molly intentó gritar, pero no pudo. Se volvió y buscó a Wally con la mirada para pedirle ayuda, pero se había ido. Sus manos, su cara, su ropa, estaban cubiertas de sangre.
Aterrorizada, salió de la habitación dando tumbos, subió la escalera y se desplomó en la cama.
Cuando despertó, doce horas más tarde, todavía atontada por los efectos de la pastilla, comprendió que el vívido horror recordado sólo era una parte de la insoportable pesadilla en que su vida se había convertido.