Entre las noticias principales del telediario de la noche se encontraban la muerte de Natasha Colbert, después de seis años en coma irreversible, seguida por la muerte, menos de veinticuatro horas más tarde, de su madre, la filántropa y miembro de la alta sociedad Barbara Canon Colbert.
Fran estaba sentada ante su mesa del estudio y miraba con ojos sombríos las imágenes que destellaban en la pantalla: Tasha, radiante y viva, con su cabello rojo flamígero; y su elegante y hermosa madre. Peter Black os mató a las dos, pensó Fran, aunque puede que jamás consiga demostrarlo.
Había hablado con Philip Matthews, y el abogado le había comunicado su agorera predicción de que, casi con toda seguridad, Molly volvería a la cárcel el lunes.
—Hablé con ella poco después de que la dejaras, Fran —dijo Philip—. Después llamé al doctor Daniels. Irá a verla esta noche. Ha reconocido que, si la mandan de nuevo a la cárcel el lunes, es muy probable que se derrumbe. Yo estaré con ella, por supuesto, y él también quiere estar presente.
Ésta es la primera vez que odio mi trabajo, pensó Fran mientras recibía la señal de que estaba en antena.
—La junta de libertad condicional de Connecticut ha convocado una sesión extraordinaria para el lunes por la tarde, y ha insinuado la posibilidad de que Molly Lasch sea devuelta a la cárcel para cumplir el resto de su condena de diez años por el asesinato de su marido, el doctor Gary Lasch.
Terminó el reportaje diciendo:
—En este país, durante el pasado año, tres asesinos convictos fueron exculpados de los crímenes por los que habían sido encarcelados, debido a la aparición de nuevas pruebas o a la confesión de los verdaderos culpables. El abogado de Molly Lasch ha prometido no cejar en su empeño de revocar o anular la confesión voluntaria de culpabilidad de su cliente, así como de demostrar que Molly Lasch es inocente de la acusación de asesinato por la muerte de Annamarie Scalli.
Fran se desenganchó el micrófono con un suspiro de alivio y se levantó. Había llegado a la emisora justo a tiempo de ir a maquillaje y ponerse la chaqueta. Apenas había tenido ocasión de saludar con un ademán a Tim mientras corría hacia el estudio. Ahora, Tim la llamó.
—Espérame, Fran. Quiero hablar contigo.
Fran había dejado sobre su escritorio las revistas que Molly le había dado. Ahora, mientras esperaba a Tim, empezó a examinar el material sobre Lasch y Whitehall solicitado al departamento de investigación.
Las páginas sobre Calvin Whitehall y el doctor Gary Lasch eran muy detalladas y minuciosas. Da la impresión de que investigación ha puesto toda la carne en el asador, pensó agradecida. Esta noche voy a leer hasta la madrugada.
—Parece que vas a leer hasta la madrugada.
Fran levantó la vista. Tim estaba en la puerta.
—Piensa en un deseo, rápido —le dijo—. Acabas de decir exactamente lo que yo estaba pensando, y cuando eso ocurre, tus deseos se cumplen.
—No lo sabía, pero es fácil: me gustaría que tomaras una hamburguesa conmigo —propuso con una sonrisa—. Hoy he hablado con mi madre por teléfono, y cuando le dije que dejé que pagaras la cena de la otra noche, me puso de vuelta y media. Dijo que no estaba de acuerdo con que hombres y mujeres paguen a escote, a menos que se trate de una comida de negocios o un caso de extrema necesidad económica. Dijo que con mi paga y la falta total de responsabilidades no debería ser tan tacaño. —Sonrió—. Creo que tenía razón.
—Yo no estoy tan segura, pero sí, me gustaría tomar una hamburguesa, si no te importa que sea rápida. —Fran indicó las pilas de revistas y carpetas—. He de empezar a revisarlo esta misma noche.
—Me supo mal cuando me enteré de la reunión extraordinaria de la junta de libertad condicional. No pinta bien para Molly, ¿verdad?
—No, nada bien.
—¿Cómo va la investigación?
Fran vaciló.
—Algo muy extraño, incluso siniestro, está pasando en el hospital Lasch, pero debo admitir que no tengo la menor prueba, y que ni siquiera debería hablar de ello.
—Tal vez deberías olvidarlo por un rato —sugirió Tim—. ¿P. J. te va bien?
—De acuerdo, y sólo está a dos minutos de casa.
Tim recogió las revistas y demás material del escritorio.
—¿Quieres llevarte todo eso?
—Sí. Le voy a dedicar todo el fin de semana.
—Suena divertido. Vámonos.
Mientras comían sus hamburguesas en P. J. Clarke, hablaron de béisbol, el comienzo de los entrenamientos de primavera, así como los puntos fuertes y débiles de varios equipos y jugadores.
—Tendré que ir con cuidado —dijo Tim mientras pagaba la cuenta—. Podrías apoderarte de la sección de deportes.
—Tal vez haría un trabajo mejor que el que hago ahora —contestó con ironía Fran.
Tim insistió en acompañarla a su apartamento.
—No permitiré que cargues con todo eso —dijo—. Te romperías el brazo. Te aseguro que me iré enseguida.
Cuando salieron del ascensor en su planta, Fran le comentó las muertes de Natasha y Barbara Colbert.
—Por las mañanas suelo correr —explicó Tim—. Hoy, mientras lo hacía, pensé en que Natasha Colbert salió una mañana a correr, igual que yo, tropezó y encontró su fin.
¿Tropezó con un cordón de la bamba desanudado?, pensó Fran mientras abría la puerta. Encendió la luz.
—¿Dónde quieres que lo deje? —preguntó Tim.
—Encima de la mesa, por favor.
Él depositó el material y se volvió.
—Creo que pensé en Tasha Colbert porque ingresó en el hospital cuando mi abuela estaba allí.
—Ah, ¿sí?
Tim salió al pasillo.
—Sí. Yo había ido a ver a mi abuela la tarde que la ingresaron por el paro cardíaco. Estaba a dos habitaciones de mi abuela. Mi abuela murió al día siguiente. —Guardó silencio un momento, y después se encogió de hombros—. Bien. Buenas noches, Fran. Pareces cansada. No trabajes hasta muy tarde.
Se marchó sin advertir la expresión apenada de Fran. Ella cerró la puerta y se apoyó contra la hoja. Estaba segura de que la abuela de Tim era la anciana a la que Annamarie Scalli se había referido, la paciente enferma del corazón que, en un principio, iba a recibir el fármaco experimental que acabó con Tasha Colbert y que, una noche después, le fue administrado.