En cuanto Fran salió del hospital, telefoneó a Molly desde el coche.
—He de verte cuanto antes —dijo.
—Aquí estaré. Pásate. Jenna está conmigo, pero tiene que marcharse pronto.
—Espero llegar a tiempo. He intentado fijar una cita para hablar con ella y su marido. Estaré ahí en un par de minutos.
Tengo el tiempo justo, pensó Fran mientras consultaba su reloj y calculaba que debía volver a Nueva York antes de media hora, pero quiero ver con mis propios ojos cómo se encuentra Molly. Habrá recibido la noticia de que el lunes se celebra la reunión extraordinaria de la junta de libertad condicional. Pensó que, si Jenna estaba allí, no podría preguntar a Molly por qué Gary Lasch había invitado a Peter Black a compartir la dirección del hospital. Jenna se lo comentaría a su marido. Claro que, comprendió, teniendo en cuenta su historia, Molly contaría a Jenna lo que hablasen.
A las tres menos diez, Fran llegó a casa de Molly. Había un Mercedes descapotable aparcado delante de la puerta. Debía de ser el coche de Jenna.
Hace años que no la veo, pensó Fran. ¿Seguirá tan guapa como entonces? Por un momento la invadió la vieja sensación de insuficiencia, mientras recordaba los años que había vivido en Greenwich y acudido a la escuela del pueblo.
Cuando estaban en la academia Cranden, todo el mundo sabía que la familia de Jenna no tenía dinero. Jenna solía decir en broma: «Mi bisabuelo ganó mucha pasta y sus descendientes se la pulieron toda». Pero nadie discutía su linaje de sangre azul. Al igual que los antepasados de Molly, los de Jenna habían sido colonos ingleses de finales del siglo XVII, que llegaron a Boston como acaudalados representantes de la Corona, al contrario que la mayor parte de los emigrantes, que confiaban en ganarse la vida trabajando duramente en el Nuevo Mundo.
Molly abrió la puerta cuando Fran bajó del coche. Era evidente que había estado vigilando su llegada. Su aspecto asustó a Fran. Estaba pálida como un muerto y tenía grandes ojeras bajo los ojos.
—Hora de reunión —dijo—. Jenna ha esperado para verte.
Jenna estaba en el estudio, examinando unas fotografías. Se levantó de un brinco cuando vio a Fran.
—Volveremos a encontrarnos[3] —canturreó, mientras atravesaba corriendo la sala para abrazarla.
—No me recuerdes aquella estúpida historia —repuso Fran con una mueca exagerada. Después de un breve abrazo, retrocedió—. Oye, Jenna, ¿no es hora ya de que empieces a ajarte un poco?
El aspecto de Jenna era espectacular. Su cabello castaño oscuro caía con desenvuelta majestuosidad hasta un punto situado justo encima del cuello de su chaqueta. Sus enormes ojos color avellana brillaban. Su cuerpo esbelto se movía con un aire, en apariencia inconsciente, de elegancia descuidada, como si la belleza que poseía y los cumplidos que recibía por ella lo fueran por mérito propio.
Por un instante, Fran creyó que el reloj había retrocedido. Cuando más cerca estuvo de Molly y Jenna durante aquellos cuatro años en la academia, fue el tiempo que trabajaron juntas en el anuario. Hoy, esa sala le recordaba el despacho del anuario, con montañas de papeles y carpetas, fotografías esparcidas y pilas de revistas antiguas.
—Ha sido un día muy provechoso —dijo Molly—. Jenna llegó a las diez y no se ha movido desde entonces. Hemos examinado todo lo que había en el escritorio de Gary y en las estanterías. Nos hemos deshecho de un montón de cosas.
—No ha sido un día muy divertido, pero ya habrá tiempo para distracciones más adelante, ¿verdad, Fran? —Dijo Jenna—. Cuando esta pesadilla haya terminado, Molly irá a la ciudad y se quedará en el apartamento conmigo. Vamos a pasar varios días en el maravilloso salón de belleza que he descubierto, para que nos mimen hasta lo indecible. Iremos de compras hasta hartarnos y después recorreremos los mejores restaurantes de Nueva York. Le Cirque 2000 será nuestro punto de partida.
Hablaba con tal confianza que por un momento Fran llegó a creerla, hasta el punto de experimentar la sensación de haber sido excluida y desear apuntarse. Sombras del ayer una vez más, pensó.
—He dejado de creer en los milagros, pero si ese milagro se produjera, Fran será una de las invitadas —dijo Molly—. Sin vuestro apoyo no habría aguantado tanto.
—Lo conseguirás, te lo prometo, por mi honor de esposa de Cal el Todopoderoso —sonrió Jenna—. A propósito, Fran, temo que la fusión le tiene muy ocupado y nervioso al mismo tiempo, lo cual da como resultado una combinación terrorífica. Puedo reunirme contigo casi cualquier día de la semana que viene, pero sería mejor que aplazaras la entrevista con él.
Abrazó a Molly.
—He de irme, y creo que Fran quiere estar un rato a solas contigo. Me alegro mucho de volverte a ver, Fran. Hasta la semana que viene, ¿de acuerdo?
—Perfecto.
Molly acompañó a Jenna a la puerta. Cuando volvió al estudio, Fran dijo:
—Molly, he de regresar a Nueva York ahora mismo, de modo que no me andaré con rodeos. Ya te habrás enterado de que el lunes se celebra una reunión extraordinaria de la junta de libertad provisional, supongo.
—Oh, sí, no sólo me he enterado, sino que he recibido una citación para asistir. —El rostro y la voz de Molly transmitían serenidad.
—Sé lo que estás pensando, pero no te precipites. Te aseguro que habrá novedades. Ayer hablé con la hermana de Annamarie y me contó cosas espeluznantes sobre el hospital Lasch. Están relacionadas con tu marido y con Peter Black.
—Peter Black no mató a Gary. Eran carne y uña.
—Molly, si la mitad de mis sospechas sobre Peter Black son ciertas, es un hombre malvado, capaz de cometer cualquier crimen. Necesito saber algo, y confío en que tengas la respuesta. ¿Por que invitó tu marido a Black a trasladarse aquí y compartir la dirección del hospital? Sé algunas cosas acerca de Black. Era un médico mediocre y no contribuyó a la operación ni con un centavo. Nadie regala la mitad de un hospital a un antiguo compañero de colegio, y creo que Gary y Black ni siquiera eran eso.
—Peter ya estaba en el hospital cuando empecé a salir con Gary. El tema nunca salió a colación.
—Me lo temía. Molly, no sé lo que estoy buscando, pero hazme un favor y deja que eche un vistazo a los archivos de Gary antes de tirarlos. Tal vez encuentre algo útil.
—Como quieras —dijo Molly con indiferencia—. Ya he trasladado al garaje tres bolsas de basura llenas. Las volveré a entrar. ¿Te interesan las fotos?
—De momento guárdalas. Quizá nos sirva alguna para el programa.
—Ah, sí, el programa —suspiró Molly—. ¿De verdad fue hace diez días cuando te pedí que emprendieras una investigación que demostrara mi inocencia? Ay, la ingenuidad del cordero —dijo con una triste sonrisa.
Ha renunciado a toda esperanza, pensó Fran. Sabe que todas las posibilidades apuntan a que el lunes volverá a la cárcel para cumplir el resto de su condena de diez años, y eso antes de que empiece el nuevo juicio por el asesinato de Annamarie Scalli.
—Molly, mírame.
—Te estoy mirando, Fran.
—Has de confiar en mí. Creo que el asesinato de Gary es uno más en una serie de crímenes que tú no pudiste cometer ni cometiste. Créeme, voy a demostrarlo, y cuando lo haga, tu nombre quedará limpio por completo. —Tiene que creerme, pensó Fran, con la esperanza de que su tono hubiera sido convincente. No cabía duda de que Molly se estaba hundiendo en una oscura depresión.
—Y después, me someteré a un cambio de imagen y comeré en los mejores restaurantes de Nueva York. —Hizo una pausa y meneó la cabeza—. Jenna y tú sois grandes amigas, pero creo que ambas mezcláis realidad y ficción. Temo que mi destino está sellado.
—Molly, he de irme a preparar la retransmisión de esta noche. No tires nada de esto, por favor.
Fran echó un vistazo a las fotografías esparcidas en el sofá y tuvo la impresión de que Gary Lasch aparecía en casi todas.
Molly reparó en que Fran estaba mirando las fotos.
—Jenna y yo nos abandonamos a los recuerdos antes de que llegaras. Los cuatro pasamos muy buenos momentos juntos, o al menos eso pensaba yo. Sólo Dios sabe lo que mi amante esposo pensaba en aquellos momentos. Algo como: «Caramba, una noche más con una esposa aburrida».
—¡Basta, Molly! ¡Basta de zaherirte! —rogó Fran.
—¿Zaherirme? ¿Para qué? Todo el mundo está en ello. No hace falta que les ayude. Fran, has de volver a Nueva York, así que vete. No te preocupes por mí. Por cierto, ¿te sirven de algo esas revistas antiguas? Les eché un vistazo, pero sólo contienen artículos médicos. Se me ocurrió leerlos, pero mi curiosidad intelectual se ha evaporado.
—¿Escribió Gary alguno de esos artículos?
—No. Sólo señaló lo que le interesaban.
Lo que interesaba a Gary Lasch como médico también me interesa a mí, pensó Fran.
—Me las llevo —dijo—. Las examinaré y luego las tiraré.
Se agachó y recogió la pila del suelo.
Molly abrió la puerta principal. Fran se detuvo un momento desgarrada entre la necesidad de irse y la reticencia a dejar a Molly en aquel estado de abatimiento.
—¿Algún recuerdo nuevo, Molly?
—Pensaba que sí, pero como todo lo demás, nada importante. Lo único que sé es que el lunes tendré derecho a cuatro años y medio más de alojamiento y manutención gratuitos, eso sin contar la sentencia por el asesinato de Annamarie.
—¡No te rindas, Molly!
No te rindas, Molly, se repetía Fran una y otra vez, al tiempo que consultaba con mirada preocupada el reloj del salpicadero, mientras se abría paso entre un tráfico más denso de lo habitual en dirección a Nueva York.