A Molly le costó creer que estaba por fin en casa, y le costó más todavía asimilar que había estado ausente cinco años y medio. Al llegar había esperado a que el coche de Philip desapareciera en la lejanía antes de abrir el bolso y sacar las llaves de su casa.
La puerta principal era de un magnífico caoba, con un panel lateral de vidrio coloreado. Una vez en el interior, dejó caer la bolsa, cerró la puerta y, con un gesto instintivo, se limpió las suelas de los zapatos en el felpudo. Después, recorrió con parsimonia todas las habitaciones, pasó la mano sobre el respaldo del sofá de la sala de estar, acarició el juego de té de su abuela, en el comedor, mientras procuraba no pensar en el comedor del penal, en los toscos platos, las comidas que le sabían a cenizas. Todo le resultaba familiar, pero se sentía como una intrusa.
Se entretuvo en la puerta del estudio, examinó el interior, aún sorprendida de que no estuviera exactamente como Gary lo había conocido, con su revestimiento de caoba, los muebles enormes y los objetos que había adquirido a base de tantos esfuerzos. El sofá de calicó y el confidente se le antojaron fuera de lugar, demasiado femeninos.
Después, Molly convirtió en realidad el sueño que había acariciado durante cinco años y medio. Subió a la habitación de matrimonio, se desnudó, buscó en el ropero el albornoz que tanto le gustaba, entró en el cuarto de baño y abrió los grifos del jacuzzi.
Se arrebujó en el agua humeante y perfumada, mientras lomas de espuma se formaban y aseaban su piel, hasta que se sintió purificada de nuevo. Emitió un suspiro de alivio cuando la tensión empezó a liberar sus huesos y músculos. Luego, cogió una toalla del toallero térmico y se envolvió en ella, disfrutando de su tibieza.
Después corrió las cortinas y se acostó. Cerró los ojos, acunada por el insistente tamborileo del aguanieve contra las ventanas. Se durmió poco a poco, mientras recordaba todas las noches en que se había prometido que este momento llegaría, cuando se encontrara de nuevo en la intimidad de su habitación, bajo la colcha de pluma, con la cabeza apoyada en la suave almohada.
Despertó ya avanzada la tarde. Se puso la bata y las zapatillas, y bajó a la cocina. Ahora, un poco de té y unas tostadas, pensó. Eso me mantendrá hasta la hora de cenar.
Con una taza de té humeante en la mano, cumplió la promesa de llamar a sus padres.
—Estoy bien —dijo con firmeza—. Sí, me alegro mucho de volver a casa. No. La verdad es que necesito estar sola un tiempo. No mucho, pero un poco sí.
Después escuchó los mensajes del contestador automático. Jenna Whitehall, su mejor amiga, la única persona aparte de sus padres y Philip a la que había permitido visitarla en la cárcel, decía que quería pasar a verla aquella noche, sólo para darle la bienvenida. Pedía que Molly la llamara si estaba de acuerdo.
No, pensó Molly. Esta noche no. No quiero ver a nadie, ni siquiera a Jenna.
Puso el telediario de las seis en la NAF, con la esperanza de ver a Fran Simmons. Cuando el programa terminó, llamó al estudio, habló con Fran y pidió que la convirtiera en protagonista de una investigación especial.
Después llamó a Philip. Su evidente desaprobación era justo lo que esperaba de él, y procuró que no la molestara.
Tras hablar con el abogado, subió a su cuarto, se puso un jersey y unos pantalones, y se calzó sus viejas zapatillas. Estuvo sentada unos minutos delante del tocador, estudiando su reflejo en el espejo. Llevaba el pelo demasiado largo. Necesitaba remodelarlo. ¿Y si se lo aclaraba un poco? Antes era rubio, pero se había oscurecido con los años. Gary le gastaba la broma de que tenía el cabello tan dorado que la mitad de las mujeres de la ciudad creía que se lo teñía.
Se acercó al armario empotrado. Durante la siguiente hora se dedicó a examinar su contenido, y apartó a un lado la ropa que nunca volvería a utilizar. Algunas prendas la hicieron sonreír, como el vestido y la chaqueta oro pálido que se había puesto para la fiesta de Nochevieja del último año en el club de campo, y el traje de terciopelo negro que Gary había visto en el escaparate de Bergdorf e insistido en que se probara.
Cuando supo que iba a salir de la cárcel, había enviado a la señora Barry una lista de la compra. A las ocho, Molly bajó y empezó a preparar la cena que anhelaba desde hacía semanas: ensalada verde con aliño de aceto balsámico, pan italiano, recalentado en el horno, salsa de tomate rallado muy ligera servida sobre linguine cocidos al dente, una copa de Chianti Riservo.
Cuando estuvo preparada, se sentó en la esquina reservada para los desayunos, un lugar acogedor que dominaba el patio trasero. Comió con parsimonia, saboreó la pasta especiada, el pan crujiente y la sabrosa ensalada, disfrutó del toque aterciopelado del vino, mientras miraba el patio a oscuras, que ya anticipaba la primavera, para la que faltaban pocas semanas.
Las flores aún tardarán en brotar, pensó, pero todo florecerá pronto de nuevo. Otra promesa que se había hecho: cavar en el jardín, tocar la tierra, tibia y húmeda, contemplar los tulipanes con su popurrí de colores, plantar de nuevo balsaminas junto a los bordes del sendero de baldosas.
Comió sin prisas, agradecida por el silencio, tan diferente del ruido que reinaba en la prisión y enturbiaba las mentes. Después de poner orden en la cocina, entró en el estudio. Se quedó sentada en la oscuridad, abrazándose las rodillas. Se esforzó por escuchar el sonido que le había sugerido la presencia de alguien más en la casa aquella noche, el sonido, al mismo tiempo familiar y desconocido, que había recorrido sus pesadillas durante casi seis años. Sólo oyó el susurro del viento en el exterior y, más cerca, el tictac de un reloj.