Barbara Colbert abrió los ojos. ¿Dónde estoy?, se preguntó. ¿Qué ha pasado? Tasha. ¿Tasha? Recordó que su hija le había hablado antes de morir.
—Mamá.
Walter y Rob, sus hijos, se erguían sobre ella, compadecidos, fuertes.
—¿Qué ha pasado? —susurró.
—Mamá, ¿sabes que Tasha ha muerto?
—Sí.
—Perdiste el conocimiento por la conmoción y el agotamiento. El doctor Black te administró un sedante. Estás en el hospital. Quiere que te quedes aquí uno o dos días, en observación. Tu pulso era débil.
—Walter, Tasha salió del coma. Me habló. El doctor Black tuvo que oírla. La enfermera también. Preguntadles.
—Mamá, enviaste a la enfermera a la otra habitación. Tú hablaste a Tasha, mamá. No ella a ti.
Barbara se sacudió el sopor.
—Puede que sea vieja, pero no estoy loca —dijo—. Mi hija salió del coma. Lo sé. Me habló. Recuerdo con claridad lo que dijo. Walter, escúchame. Tasha dijo: «Doctor Lasch, qué estúpida fui. Me enredé con los cordones de mi bamba y salí volando». Entonces me reconoció y dijo: «Hola, mamá». Y después me rogó que la ayudara. El doctor Black la oyó cuando pidió ayuda. Sé que la oyó. ¿Por qué no hizo algo? Se quedó quieto.
—Mamá, por favor, hizo cuanto pudo por Tasha. Así es mejor, de veras.
Barbara intentó incorporarse.
—Repito… que no estoy loca. No imaginé a Tasha saliendo del coma —dijo, y la ira dotó a su voz del habitual tono autoritario—. Por alguna terrible razón, Peter Black nos está mintiendo.
Walter y Rob Colbert sujetaron las manos de su madre, mientras el doctor Black, que se había mantenido alejado de su vista, avanzaba y le clavaba una aguja en el brazo.
Barbara Colbert sintió que se hundía en una oscuridad tibia y envolvente. Luchó un momento contra ella, pero al final sucumbió.
—Lo más importante es que descanse —tranquilizó el doctor a sus hijos—. Por más preparados que estemos para perder a un ser querido, cuando llega el momento de decir adiós la conmoción puede ser abrumadora. Pasaré a verla más tarde.
Cuando Black volvió a su despacho, había un mensaje de Calvin Whitehall. Debía llamarle de inmediato.
—¿Has convencido a Barbara Colbert de que anoche sufrió alucinaciones? —preguntó Cal.
Peter sabía que la situación era desesperada, y que no serviría de nada mentir a Cal.
—Tuve que darle otro sedante. No la vamos a convencer con facilidad.
Calvin Whitehall guardó un largo silencio. Al cabo, dijo:
—Confío en que te des cuenta de la que has armado.
Black no contestó.
—Por si la señora Colbert no fuese un gran problema, acabo de recibir una llamada de West Redding. Tras haber revisado una y otra vez la cinta, el doctor exige que revelemos el proyecto a los medios de comunicación.
—¿Es que no sabe lo que eso significaría? —repuso Black, estupefacto.
—Le da igual. Está loco. Insistí en que esperara hasta el lunes, con el fin de preparar una rueda de prensa como es debido. Para entonces ya me habré ocupado de él. Entretanto, sugiero que te responsabilices de la señora Colbert.
Cal colgó el teléfono con violencia, y a Peter Black no le cupo duda de que esperaba ser obedecido.