Lou Knox estaba viendo la televisión cuando recibió la llamada que esperaba. Cal le había avisado que debería llevar un paquete a West Redding, pero no estaba seguro de a qué hora sería.
Cuando llegó a la casa, Cal y Peter Black estaban en la biblioteca. Comprendió al instante que habían discutido. La boca de Cal era una fina línea recta y tenía las mejillas enrojecidas. En cuanto al doctor Black, sostenía un vaso alto de lo que parecía whisky a palo seco, y a juzgar por sus ojos vidriosos no era su primer trago de la noche.
La televisión estaba encendida, pero en la pantalla no se veía nada. Ya habían parado la cinta. Cuando Cal vio a Lou, gritó a Black:
—¡Dásela, imbécil!
—Cal, te digo… —protestó Black con voz apagada.
—¡Dásela!
Black cogió una cajita que había en una mesa envuelta en papel marrón. Se la extendió a Knox.
—¿Es el paquete que debo llevar a West Redding, señor? —preguntó Lou.
—Sabes muy bien que sí. Date prisa.
Lou recordó la llamada que Cal había hecho aquella mañana. Debía de ser la cinta de la que había hablado con el oftalmólogo, el doctor Logue. Cal y Black debían de haberla visto, porque resultaba evidente que habían abierto y vuelto a envolver el paquete.
—Ahora mismo, señor —dijo. Pero no hasta que vea de qué va la cinta, pensó mientras salía.
Corrió a su apartamento y cerró la puerta con doble llave. No fue difícil abrir el paquete sin romper el papel que lo envolvía. Tal como esperaba, contenía una cinta de vídeo. La introdujo en el aparato y apretó play.
¿De qué va este rollo?, se preguntó mientras miraba la pantalla. Vio una habitación de hospital, por cierto muy elegante, con una joven dormida o inconsciente en la cama, y a una anciana de aspecto distinguido sentada a su lado.
Espera un momento, pensó Lou, sé quién es esta mujer. Es Barbara Colbert, y la chica es su hija, la que lleva años en coma. La familia donó tanto dinero para el edificio de cuidados intensivos que le dieron el nombre de la chica.
La hora en que se había grabado la cinta aparecía en la esquina inferior derecha de la pantalla: 8.30. ¿Habían grabado durante todo el día?, se preguntó Lou. La cinta no podía tener una duración de doce horas.
La avanzó hasta el final, rebobinó un poco y apretó play. La imagen mostró a la anciana llorando, sujetada por dos hombres. El doctor Black estaba inclinado sobre la cama. La chica debía de haber muerto, pensó Lou. Consultó la hora al pie de la imagen: las 17.40.
Hace sólo un par de horas, pensó Lou. Pero no pueden haber grabado esta cinta debido a la muerte de la chica, razonó. Hace años que estaba en coma, sabían que podía morir en cualquier momento.
Lou era consciente de que Cal aparecería de un momento a otro para saber qué le había retrasado. Mientras prestaba oídos a los pasos de Cal, volvió a rebobinar. Lo que vio le produjo un escalofrío. Costaba creerlo, pero la chica dormida durante años despertaba, volvía la cabeza, hablaba con claridad, y creía hablar con el doctor Lasch. Y después cerraba los ojos y moría. Y allí estaba Black, asegurándole a la madre que la chica no había dicho nada.
Era escalofriante. Lou sabía que algo gordo estaba pasando. También supo que se la estaba jugando cuando empleó un tiempo precioso en duplicar el último cuarto de hora de la cinta y esconder la copia detrás de las estanterías.
Estaba subiendo al coche cuando Cal salió.
—¿Qué te ha retrasado? ¿Qué has estado haciendo, Lou?
Lou sabía que su rostro debía transparentar un miedo atroz, pero se obligó a controlarse. Sabía lo que contenía aquella cinta, y el poder que le proporcionaba. Largos años de convertir el engaño en un arte le ayudaron a la perfección.
—Estaba en el baño. Tengo el estómago revuelto.
Sin esperar respuesta, cerró la puerta del coche y puso en marcha el motor. Una hora después había llegado a la granja de West Redding, y entregó el paquete al hombre que conocía como doctor Adrian Logue.
Casi febril de exaltación, Logue cogió el paquete y cerró la puerta en las narices de Lou.