El cambio radical que se produjo en el estado de Tasha empezó hacia las cinco. Barbara fue testigo directo de él.
Durante los dos últimos días, las enfermeras no le habían aplicado el leve maquillaje que proporcionaba una pizca de color a su tez cenicienta, pero un tono rosáceo empezó a insinuarse en sus mejillas.
Dio la impresión de que la rigidez de sus extremidades, que constantes masajes habían mantenido a raya, se relajaba de manera espontánea. Barbara no tuvo necesidad de ver a la enfermera alejándose de puntillas, ni oír sus murmullos cuando hablaba por teléfono desde la sala de estar, para saber que estaba llamando al médico.
Así será mejor para Tasha, se dijo. Por favor, Dios mío, dame fuerzas. Déjala vivir hasta que lleguen sus hermanos. Quieren estar con ella cuando se acerque el final.
Barbara se levantó de la silla y se sentó en la cama, con cuidado de no mover el laberinto de goteros y tubos de oxígeno. Cogió las manos de su hija entre las suyas.
—Tasha, Tasha… —murmuró—. Mi único consuelo es que vas a reunirte con tu padre, y él te quería tanto como yo.
La enfermera aguardaba en la puerta. Barbara levantó la vista.
—Quiero estar a solas con mi hija —dijo.
Los ojos de la enfermera estaban llenos de lágrimas.
—Lo comprendo. Lo siento muchísimo.
Barbara asintió y al volverse creyó ver que Tasha se movía y le pareció sentir una presión en sus manos.
La respiración de Tasha se aceleró. A Barbara se le partía el corazón, mientras esperaba el último suspiro.
—Tasha, querida Tasha…
Fue vagamente consciente de una presencia en la puerta. El médico. Váyase, pensó, pero no se atrevió a volver la cabeza, por si su hija expiraba.
De pronto, Tasha abrió los ojos y sus labios se curvaron en una sonrisa.
—Doctor Lasch, qué estúpida fui —murmuró—. Me enredé con los cordones de mi bamba y salí volando.
Barbara se quedó boquiabierta.
—¡Tasha!
Su hija volvió la cabeza.
—Hola, mamá…
Sus ojos se cerraron, pero volvieron a abrirse lentamente.
—Mamá, ayúdame… por favor.
Exhaló su último suspiro.
—¡Tasha! —gritó Barbara—. ¡Tasha! —Giró en redondo. Peter Black estaba inmóvil en el umbral—. ¡Doctor, usted lo ha oído! Me ha hablado. ¡No la deje morir! ¡Haga algo!
—Oh, querida señora —dijo Black con tono tranquilizador mientras la enfermera entraba a toda prisa—. Dejemos partir en paz a este ser querido. Todo ha terminado.
—¡Me ha hablado! —chilló Barbara Colbert—. ¡Usted la oyó! —Abrazó el cuerpo de su hija—. Tasha, no te vayas. ¡Te estás recuperando!
Unos brazos fuertes la sujetaron y la obligaron a soltar a su hija.
—Mamá, estamos aquí.
Barbara miró a sus hijos.
—Me ha hablado —sollozó—. ¡Pongo a Dios por testigo de que antes de morir me habló!