Cuando Philip Matthews y Molly llegaron a casa de ésta procedentes de la cárcel, el abogado quiso entrar con ella, pero la mujer no se lo permitió.
—Por favor, Philip, deja mi bolsa de mano delante de la puerta —le indicó. Y añadió con ironía—: Conoces esa antigua frase de la Garbo, ¿verdad?, «Quiero estar sola». Bien, ésa soy yo.
Se la veía delgada y frágil, de pie en el porche de la hermosa casa que había compartido con Gary Lasch. Durante los dos años transcurridos desde la inevitable ruptura con su mujer, que ya había vuelto a casarse, Philip Matthews había caído en la cuenta de que sus visitas a la prisión de Niantic eran más frecuentes de lo que aconsejaba la práctica profesional.
—Molly, ¿has encargado a alguien que te hiciera la compra? —Preguntó—. ¿Tienes comida en casa?
—La señora Barry iba a ocuparse de eso.
—¡La señora Barry! —Sabía que su voz había aumentado dos decibelios—. ¿Qué pinta en todo esto?
—Va a trabajar para mí otra vez —dijo Molly—. La pareja que cuidaba de la casa se ha marchado. En cuanto supieron que iba a salir, mis padres se pusieron en contacto con la señora Barry, que asumió la responsabilidad de adecentar la casa y llenar la despensa. Vendrá tres días a la semana.
—¡Esa mujer fue responsable en parte de que te metieran en la cárcel!
—No; se limitó a decir la verdad.
Durante el resto del día, incluso cuando negociaba con el fiscal el caso de su nuevo cliente, un importante agente de bienes raíces acusado de homicidio por conducción temeraria, Philip no pudo librarse de una sensación de inquietud por el hecho de que Molly estuviera sola en casa.
A las siete de la tarde, mientras cerraba su escritorio con llave y se debatía entre llamar a Molly o no, su teléfono particular sonó. Su secretaria ya se había marchado. Sonó varias veces antes que su curiosidad se impusiera a la inclinación instintiva de dejar que el contestador automático se activase.
Era Molly.
—Buenas noticias, Philip. ¿Recuerdas que te hablé de Fran Simmons, que fue al colegio conmigo, y que estaba en la puerta de la prisión esta mañana?
—Sí. ¿Te encuentras bien, Molly? ¿Necesitas algo?
—Estoy bien, Philip. Fran Simmons vendrá a casa mañana. Desea iniciar una investigación sobre el asesinato de Gary para un programa en el que trabaja, Crímenes verdaderos. ¿No sería fantástico que, por algún milagro, me ayudara a demostrar que había alguien más en casa aquella noche?
—Molly, olvídalo. Por favor.
Siguió un momento de silencio. Cuando Molly habló de nuevo, su tono de voz había cambiado.
—Sabía que no debía esperar que me comprendieras. De todos modos, da igual. Adiós.
Philip Matthews sintió tanto como oyó el clic que resonó en su oído. Mientras colgaba, recordó que, años atrás, un capitán de los Boinas Verdes había aceptado la ayuda de un escritor convencido de que podía demostrar que era inocente del asesinato de su mujer y sus hijos, pero el escritor se había revelado más tarde como su principal acusador.
Caminó hasta la ventana. Su despacho estaba situado en Battery Park, y dominaba la Upper Bay y la estatua de la Libertad.
Molly, si yo hubiera sido el fiscal encargado de tu caso, te habría condenado por asesinato premeditado, se dijo. Si esa periodista empieza a investigar, te destruirá. Lo único que descubrirá es que saliste bien librada.
Oh, Dios, pensó, ¿por qué no admite que aquella noche estaba sometida a una espantosa tensión y perdió los estribos?