El jueves por la mañana, en Buffalo, Nueva York, después de un funeral privado, los restos de Annamarie Scalli fueron enterrados en el mausoleo familiar. No se hicieron públicos los detalles de la ceremonia ni hubo cortejo fúnebre. Su hermana, Lucille Scalli Bonaventure, acompañada de su marido y sus dos hijos, fueron las únicas personas presentes en el funeral y entierro privados.
La falta de publicidad había sido una decisión impuesta por la dolida Lucy. Dieciséis años mayor que Annamarie, siempre se había referido a su hermana menor como su primogénita. Lucy, de rostro agradable, había querido mucho a su hermana, que creció tan bonita como inteligente.
A medida que Annamarie maduraba, Lucy y su madre hablaban con frecuencia de sus novios y de la posible carrera que elegiría. Dieron su aprobación, entusiasmadas, cuando se decantó por la enfermería. Era una carrera muy provechosa, y existían muchas posibilidades de que acabara casándose con un médico. ¿Quién no querría casarse con una chica como Annamarie?
Cuando aceptó el empleo en el hospital Lasch de Greenwich, Connecticut, se disgustaron por tenerla tan lejos de casa, pero cuando fue a Buffalo en dos ocasiones para pasar el fin de semana en casa de su madre, acompañada del doctor Morrow, ambas tuvieron la impresión de que sus sueños iban a convertirse en realidad.
Lucy, sentada en el primer banco de la capilla durante la breve ceremonia, pensó en aquellos tiempos felices. Recordó las bromas que Jack Morrow hacía con su madre, cuando le decía que ni siquiera Annamarie sabía cocinar como ella. Recordó en especial la noche que se había quejado: «Señora, ¿cómo puedo lograr que esa hija suya se enamore de mí?».
Ella estaba enamorada de él, pensó Lucy, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas… hasta que aquel odioso Gary Lasch decidió seducirla. De lo contrario no estaría dentro de ese ataúd, pensó Lucy, furiosa. Habría estado casada con el doctor Jack Morrow durante estos últimos siete años. Habría podido ser madre y enfermera a la vez. Jack la habría animado a proseguir su profesión. Era tan enfermera de vocación como él médico.
Lucy se volvió y miró el ataúd con angustia, cubierto con la tela blanca que simbolizaba el bautismo de Annamarie. Sufriste tanto por culpa de ese… ese bastardo, pensó. Cuando te deslumbró, intentaste decirme que no estabas preparada para casarte con Jack. Pero no era verdad. Sí estabas preparada, pero desorientada. Annamarie, eras una cría. Él sí sabía lo que hacía.
—Que su alma y las almas de todos los fieles difuntos…
Lucy apenas era consciente de la voz del sacerdote, que en ese momento bendecía el ataúd de su hermana. Su dolor e ira eran demasiado grandes. Annamarie, mira lo que te ha hecho ese hombre, pensó con amargura. Arruinó tu vida. Hasta abandonaste tu trabajo de enfermera, en una época lo único que deseabas hacer. No hablaste de ello, pero sé que nunca te perdonaste por algo que pasó en el hospital. ¿Qué fue?
Y el doctor Jack. ¿Qué le pasó? La pobre mamá estaba fascinada con él. Nunca le llamó Jack. Siempre doctor Jack. Annamarie, nunca te tragaste la historia de que un drogadicto le había matado.
¿Por qué tuviste tanto miedo durante todos esos años? Incluso cuando Molly Lasch fue a la cárcel tenías miedo.
Hermanita… Oh, querida hermanita.
Lucy tomó conciencia de los sollozos entrecortados que resonaban en la capilla, y comprendió que surgían de ella misma. Su marido le palmeó la mano, pero ella la retiró. En aquel momento, la única persona del mundo con quien se sentía unida era Annamarie. El magro consuelo que obtuvo cuando el ataúd recorrió el pasillo fue que, tal vez en un mundo diferente, su hermana y Jack Morrow gozarían de una segunda oportunidad de encontrar la felicidad.
Después del entierro, el hijo y la hija de Lucy se marcharon a sus trabajos, y su marido volvió al supermercado del que era encargado.
Lucy fue a casa y examinó la cómoda de Annamarie. La guardaba en la habitación donde Annamarie dormía siempre que iba a Buffalo. Los tres cajones de arriba contenían ropa interior, medias y jerséis, para que Annamarie los utilizara los fines de semana. El cajón del fondo estaba lleno de fotos, álbumes familiares, algunas cartas y postales. Fue cuando estaba revisando aquellas fotos, con los ojos anegados en lágrimas, cuando Lucy recibió una llamada de Fran Simmons.
—Sé quién es usted —contestó con brusquedad Lucy, la voz cargada de emoción—. Es la periodista que quiere airear todos esos asuntos sucios. Bien, no vuelva a llamarme, y deje que mi hermana descanse en paz.
Fran, que llamaba desde Manhattan, dijo:
—Lamento mucho su pérdida, pero debo advertirle: que Annamarie no descansará en paz si el caso contra Molly Lasch va a juicio. El abogado de Molly no tendrá otro remedio que describir a Annamarie en los términos más reprobables.
—¡Eso no es justo! —Aulló Lucy—. No era una destrozahogares. Era casi una adolescente cuando conoció a Gary Lasch.
—Y también Molly. Cuantas más cosas averiguo, más lo lamento por ambas. Señora Bonaventure, mañana por la mañana volaré a Bufallo, y quiero reunirme con usted. Confié en mí, por favor. Sólo intento averiguar la verdad sobre lo ocurrido, no sólo la noche que Annamarie murió, sino hace seis años o más en el hospital donde ella trabajaba. También quiero saber por qué Annamarie estaba tan asustada. Usted sabe que vivía atemorizada.
—Sí, lo sé. Pasó algo en el hospital poco antes de que Gary Lasch muriera —dijo Lucy—. Mañana cojo un avión para ir a vaciar el apartamento de Annamarie en Yonkers. No hace falta que venga usted aquí. Me reuniré con usted allí, señorita Simmons.