Después de una noche de insomnio, Fran fue temprano al despacho para estudiar los antecedentes de Peter Black y preparar la entrevista. Había pedido al departamento de investigación que dejara sobre su escritorio los datos biográficos que pudiera reunir, y la alegró ver que habían cumplido.
Leyó la información a toda prisa, pero le sorprendió que fuera tan escasa y poco destacable. Nacido en Denver en el seno de una familia de clase obrera, estudió en escuelas locales, obtuvo notas mediocres en la facultad de medicina, trabajó de residente en un hospital de poca monta en Chicago y después como médico fijo.
Un historial vulgar, se dijo Fran.
Lo cual conducía a preguntarse por qué le llamó Gary Lasch, pensó Fran.
A las doce entró en el despacho del doctor Black. El mobiliario poseía una elegancia más apropiada para un alto ejecutivo que para un médico, aunque el médico fuera el director general de un hospital y una mutualista médica.
No había imaginado cómo sería Peter Black. Tal vez esperaba algo similar a las descripciones de Gary Lasch, pensó, mientras estrechaba su mano y le seguía hasta la salita que había delante de una amplia ventana panorámica. Un bonito sofá de piel, dos butacas a juego y una mesilla auxiliar creaban un confortable ambiente.
Según todas las fuentes, Gary Lasch había sido un hombre apuesto, de fascinante personalidad. La tez de Peter Black era cetrina, y su estado de nervios sorprendió a Fran. Gotas de sudor perlaban su frente y su labio superior. Se le notó cierta rigidez al sentarse en el borde de una butaca. Era como si estuviera en guardia contra un ataque anunciado. Si bien intentaba ser cortés, no podía disimular la tensión de su voz.
La invitó a café, invitación que Fran declinó.
—Señorita Simmons, hoy tengo una agenda particularmente apretada, y supongo que usted también, así que vayamos al grano. He accedido a verla porque quería hacer hincapié, con el mayor énfasis, en que considero indignante el hecho de que, para aumentar sus niveles de audiencia, esté explotando a Molly Lasch, una, enferma mental.
Fran le miró sin pestañear.
—Pensaba que estaba ayudando a Molly, no explotándola, doctor. ¿Puedo preguntar si su diagnóstico se basa en un examen médico, o se debe a la prisa por llevarla a juicio?
—Señorita Simmons, está claro que no tenemos nada que decirnos. —Se levantó—. Si me perdona…
Ella siguió sentada.
—Me temo que no lo haré. Doctor Black, sabe que he venido desde Manhattan para hacerle algunas preguntas. El hecho de que accediera a recibirme, fue, en mi opinión, una aceptación tácita de ello. Creo que por lo menos me debe diez minutos de su tiempo.
Black volvió a sentarse.
—Diez minutos, señorita Simmons. Ni un segundo más.
—Gracias. Molly me contó que fue a verla el sábado por la noche con los Whitehall para pedirle que yo retrasara mi investigación debido a su inminente fusión con otras compañías de seguros médicos. ¿Es así?
—Sí. También me preocupaba el bienestar de Molly. Ya se lo expliqué.
—Doctor Black, conocía a Jack Morrow, ¿verdad?
—Desde luego. Era uno de nuestros médicos.
—¿Eran amigos?
—Nuestra relación era amistosa, diría yo. Nos respetábamos. Pero no nos tratábamos fuera de aquí.
—¿Discutió con él poco antes de que muriera?
—No. Tengo entendido que cambió unas palabras con mi colega el doctor Lasch. Creo que fue por una petición de tratamiento denegada a uno de sus pacientes.
—¿Sabía que se refirió a usted y al doctor Lasch como «un par de asesinos»?
—Pues no, pero tampoco me sorprende. Jack era un hombre irreflexivo, propenso a perder los estribos.
Está asustado, pensó Fran mientras lo observaba. Y está mintiendo.
—Doctor, ¿sabía que Gary Lasch mantenía relaciones con Annamarie Scalli?
—No. Me quedé estupefacto cuando Gary lo contó.
—Eso fue pocas horas antes de que muriera, ¿verdad?
—Sí. Durante toda la semana Gary había dado muestras de preocupación, y aquel domingo Cal Whitehall y yo fuimos a verle. Fue entonces cuando nos enteramos.
Peter Black consultó su reloj y se inclinó un poco hacia delante.
Está a punto de ponerme de patitas en la calle, pensó Fran. Pero antes tengo un par de preguntas más.
—Doctor, Gary Lasch era amigo íntimo de usted, ¿verdad?
—En efecto. Nos conocimos en la facultad de medicina.
—¿Se vieron con frecuencia después de la facultad?
—Yo no diría eso. Trabajé en Chicago después de graduarme. Gary vino aquí en cuanto terminó su residencia y empezó a colaborar con su padre. —Se levantó—. Bien, he de volver a trabajar.
Dio media vuelta y se encaminó hacia su escritorio.
Fran le siguió.
—Una última pregunta, doctor. ¿Pidió usted a Gary Lasch venir aquí?
—Gary me llamó después de la muerte de su padre.
—Con el debido respeto, Lasch le invitó a unirse a él como socio a partes iguales en la institución que su padre había fundado. Había cierto número de médicos excelentes en la zona de Greenwich que habrían podido servir, pero le invitó a usted, aunque sólo había trabajado en un hospital de Chicago muy poco distinguido. ¿Qué le convirtió en alguien tan especial?
Peter Black giró en redondo.
—¡Márchese, señorita Simmons! —le espetó—. Su descaro es increíble al venir aquí a hacer insinuaciones calumniosas, cuando la mitad de la población de la ciudad fue víctima del robo de su padre.
Fran se encogió.
—Touché —dijo—. No obstante, doctor Black, no cejaré en mi empeño de encontrar respuestas. Porque usted no me ha facilitado ninguna, ¿verdad?