Lo primero que hizo el doctor Peter Black el jueves por la mañana fue ir a ver a Tasha. Según todos los criterios médicos, a estas alturas ya debería de estar muerta, pensó angustiado mientras caminaba hacia la habitación de la paciente.
Quizá había sido una equivocación implicarla en el experimento, pensó. Por lo general, este experimento producía resultados clínicos positivos, y en ocasiones fascinantes, pero resultaba difícil llevarlo a cabo, sobre todo por culpa de la madre de Tasha. Barbara Colbert era demasiado avispada y estaba muy bien relacionada. Había muchos pacientes ingresados que eran candidatos apropiados para esta extraordinaria investigación, pacientes cuyos parientes jamás sospecharían nada extraño y que considerarían un regalo del cielo que el enfermo recobrara la lucidez en el postrer instante.
Nunca tendría que haber dicho al doctor Logue que Harvey Magim pareció reconocer a su mujer al final, se reprendió Black. Pero ahora ya era demasiado tarde para detenerse. Era preciso dar el siguiente paso. Se lo habían dejado muy claro. El nuevo paso estaba contenido en el paquete que había traído del laboratorio de West Redding, y ahora se encontraba a buen recaudo en el bolsillo de su chaleco.
Cuando entró en la habitación, encontró a la enfermera de guardia dormida junto a la cama de Tasha. Estupendo, pensó. Una enfermera dormida era justo lo que necesitaba. Le proporcionaría una excusa para echarla de la habitación.
—Sugiero que vaya a tomar una taza de café —dijo con severidad tras despertarla sin miramientos—. Tráigala aquí. La esperaré. ¿Dónde está la señora Colbert?
—Dormida en el sofá —susurró la enfermera—. Pobre mujer, al final se durmió. Sus hijos ya se han ido. Volverán esta noche.
Black asintió y se volvió hacia la paciente, mientras la enfermera salía. El estado de Tasha no había variado en absoluto. Se había estabilizado gracias a la inyección que le había administrado cuando empezaba a declinar.
Sacó el pequeño paquete del bolsillo. Pesaba mucho para su tamaño, o al menos eso le pareció. La inyección de la noche anterior había dado los resultados esperados, pero la que iba a administrarle ahora era totalmente impredecible.
Logue ha perdido el control, pensó.
Levantó el brazo fláccido de Tasha y lo palpó hasta encontrar una vena apropiada. Clavó la aguja y vio cómo el líquido desaparecía de la jeringuilla.
Consultó su reloj. Eran las ocho de la mañana. Dentro de doce horas todo habría terminado, de una forma u otra. Entretanto, debía afrontar la desagradable perspectiva de la entrevista que había concedido a aquella periodista chismosa, Fran Simmons.