Edna Barry adivinó de inmediato que Molly había tenido compañía la noche anterior. Aunque la cocina estaba impoluta, y la señal de LIMPIO parpadeaba en el lavaplatos, percibió sutiles diferencias. El salero y el pimentero estaban en el aparador, no sobre la encimera, el frutero estaba sobre la tabla de cortar, no sobre la mesa, y la cafetera seguía abierta al lado del horno.
La perspectiva de devolver a la cocina su orden habitual agradaba a Edna. Me gusta mi trabajo, pensó mientras colgaba el abrigo en el armario. No me hará ninguna gracia tenerlo que dejar otra vez.
No obstante, era inevitable. Cuando Molly supo que iba a salir de la cárcel, encargó a sus padres que contrataran a Edna para limpiar la casa y llenar la despensa. Ahora que iba a casa de Molly con regularidad, Wally había vuelto a convertirse en un problema. Apenas habló de Molly mientras ésta estuvo encarcelada, pero su regreso le había afectado. No paraba de hablar de ella y el doctor Lasch. Y cada vez que los mencionaba se enfurecía.
Si dejo de venir aquí tres días a la semana, no le obsesionará tanto, razonó Edna mientras se ponía el delantal que ella misma había elegido. La madre de Molly le había facilitado un uniforme, pero Molly había dicho: «Oh, Edna, eso no es necesario».
Esta mañana tampoco había señales de que Molly hubiera preparado café, ninguna señal de que ya se hubiera despertado. Subiré a ver cómo está, decidió Edna. A lo mejor, después de todo lo ocurrido, ha dormido como un tronco. Y han pasado muchas cosas. Desde el lunes, que estuve aquí, Molly ha sido detenida otra vez por asesinato y luego puesta en libertad bajo fianza. Es como hace seis años. Tal vez sería mejor que la encerraran.
Marta cree que no debería trabajar aquí porque Molly es peligrosa, pensó Edna mientras subía la escalera, y sintió una vez más la artritis de sus rodillas. Te alegra pensar eso, susurró una voz en su cabeza. Si la policía se concentra en Molly, no pensará en Wally. Pero Molly siempre ha sido muy buena contigo, sugirió otra voz. Podrías ayudarla pero no quieres. Wally estuvo aquí aquella noche, y tú lo sabes. Quizá él podría ayudarla a recordar lo que pasó. Pero no quieres correr ese riesgo. No sabes qué podría decir Wally.
Edna llegó arriba justo cuando Molly salía de la ducha. Al verla con su albornoz, el cabello envuelto en una toalla, Edna recordó a la Molly niña, siempre tan educada, que decía «Buenos días, señora Barry» con su voz tierna y dulce.
—Buenos días, señora Barry.
Edna, con un sobresalto, se dio cuenta de que no era un eco de su memoria. Era Molly, la mujer adulta, quien había hablado ahora.
—Oh, Molly, por un momento te he visto como cuando tenías diez años. Me estoy volviendo majara, ¿verdad?
—Usted no —dijo Molly—. Yo, puede que sí, pero usted no. Siento que haya tenido que subir a buscarme. No soy tan perezosa como parezco. Me fui a la cama bastante temprano, pero no me dormí casi hasta el amanecer.
—Eso no está bien, Molly. ¿Por qué no le pides al médico algo para dormir?
—El otro día lo hice, y dormí a pierna suelta. Intentaré conseguir más. El problema es que el doctor Daniels no cree en las pastillas.
—Yo tengo unos somníferos que el doctor me recetó para Wally, por si se ponía nervioso. No son muy fuertes. ¿Quieres que te traiga algunos?
Molly se sentó ante el tocador y cogió el secador de pelo. Se volvió y miró a Edna Barry.
—Gracias, señora Barry —dijo—. ¿Tiene un frasco de sobra?
—Oh, no te hará falta un frasco entero. Hay unas cuarenta pastillas en el que guardo en el botiquín.
—Pues repártalas conmigo. Tal como van las cosas, puede que las necesite cada noche durante las siguientes semanas.
Edna no sabía si mencionar que estaba enterada de la nueva detención de Molly.
—Siento mucho todo lo que ha pasado. Ya lo sabes.
—Sí, lo sé. Gracias, señora Barry. Y ahora, ¿quiere hacer el favor de subirme una taza de café?
Cogió el secador y lo conectó.
Cuando estuvo segura de que Edna bajaba ya la escalera, Molly apagó el secador y dejó que el cabello húmedo cayera sobre su cuello. El calor de la ducha se había disipado, y notaba los mechones de pelo fríos y húmedos contra su piel.
No pretenderás tomar una sobredosis de pastillas, ¿verdad?, se preguntó. Miró el rostro del espejo. Apenas se reconoció. ¿No es como estar en un lugar desconocido y buscar una salida de emergencia? Se acercó más al espejo y miró los ojos reflejados. Tras haber formulado las preguntas, no estaba segura de las respuestas.
Una hora más tarde, Molly estaba en el estudio, examinando una de las cajas que había bajado del desván. Los fiscales habían revisado dos veces aquellos papeles. Los confiscaron después de la muerte de Gary, los devolvieron después del juicio, y el día anterior volvieron a revisarlos. Supongo que han desistido de descubrir algo interesante en ellos.
Pero ¿qué estoy buscando yo?, se preguntó. Algo que me ayude a comprender lo que Annamarie Scalli quería decir cuando afirmó que, como médico, Gary no valía el precio que pagué por matarle. Ya ni siquiera me importa su infidelidad.
Había algunas fotos enmarcadas en la caja. Las sacó y examinó una de ella y Gary tomada en el baile de caridad de la Asociación Coronaria, el año que se casaron. La estudió con frialdad. Recordó cuando la abuela decía que Gary le recordaba a Tyrone Power, la estrella cinematográfica que le había robado el corazón cincuenta años antes.
Creo que nunca supe ver más allá de la apariencia y el encanto pensó. Pero sí lo había hecho Annamarie, en algún momento. Pero ¿cómo lo averiguó? ¿Y qué descubrió?
Fran telefoneó a las once y media.
—Molly, me gustaría pasar por tu casa unos minutos. ¿Está la señora Barry?
—Sí.
—Bien. Nos vemos dentro de quince minutos.
Cuando Fran llegó, abrazó a Molly.
—Imagino que ayer tuviste una bonita tarde.
—Inmejorable.
Molly consiguió esbozar una pálida sonrisa.
—¿Dónde está la señora Barry?
—En la cocina, supongo. Parece decidida a prepararme la comida, aunque le he dicho que no tengo hambre.
—Ven conmigo. He de hablar con ella.
El corazón le dio un vuelco a Edna cuando oyó la voz de Fran Simmons. Ayúdame, Señor, por favor, suplicó. No dejes que me haga preguntas sobre Wally. No es culpa suya ser como es.
Fran fue al grano.
—Señora Barry, el doctor Morrow era el médico de su hijo, ¿verdad?
—Sí, exacto. También le atendió un psiquiatra, pero el doctor Morrow era su médico de cabecera —contestó Edna, procurando disimular su creciente inquietud.
—Su vecina, la señora Jones, me dijo que Wally se disgustó mucho cuando el doctor Morrow murió.
—Sí, en efecto.
—¿Es cierto que Wally iba enyesado en aquel tiempo? —preguntó Fran.
Edna se encrespó, y luego asintió con rigidez.
—De la rodilla a los dedos de los pies —dijo—. Llevó el yeso durante una semana después de que encontraron muerto al pobre doctor Morrow.
No debería haber dicho eso, pensó. No ha acusado a Wally de nada.
—Lo que iba a preguntarle, señora Barry, es si usted o Wally oyeron alguna vez al doctor Morrow hablar de los doctores Gary Lasch y Peter Black, o tal vez llamarles asesinos.
Molly lanzó una exclamación ahogada.
—No recuerdo nada de eso —dijo en voz baja Edna, y su inquietud se transparentó en la forma de secarse las manos en el delantal—. ¿A qué viene todo esto?
—No creo que hubiera olvidado fácilmente una afirmación semejante, señora Barry. A mí, al menos, me habría causado una profunda impresión. Cuando venía, llamé al señor Matthews, el abogado de Molly, y le pregunté sobre la llave de repuesto que se guarda en el jardín. Según sus notas, usted la entregó a la policía la mañana que encontraron muerto al doctor Lasch en su estudio, y usted les dijo que había estado mucho tiempo en el cajón de la cocina. Dijo que Molly había olvidado la llave un día y había cogido la de repuesto, y que nunca la devolvió a su sitio.
—Pero eso no es cierto —protestó Molly—. Nunca olvidé mi llave, y sé que la de repuesto estaba en el jardín la semana antes de que Gary muriera. Estaba en el jardín y lo comprobé. ¿Por qué dijo eso, señora Barry? No lo entiendo.