Lou Knox vivía en un apartamento situado sobre el garaje que se alzaba a un lado de la residencia de los Whitehall. El piso de tres habitaciones le agradaba mucho. Una de sus pocas aficiones era la carpintería, y Calvin Whitehall le había permitido utilizar uno de los almacenes de su enorme garaje para albergar sus herramientas y la mesa de trabajo. También había permitido que Knox remodelara el apartamento a su gusto.
La sala de estar y el dormitorio estaban chapados en roble claro. Las paredes estaban cubiertas de estanterías, aunque Lou Knox no era aficionado a la lectura. Las estanterías albergaban el televisor, el equipo estéreo último modelo, y sus colecciones de CD y vídeos.
Constituían también un excelente escondite para la amplia y creciente colección de pruebas acusadoras que había acumulado por si debía utilizarlas contra Calvin Whitehall.
Seguramente nunca las necesitaría, puesto que hacía mucho tiempo que Cal y él habían llegado a una entente cordial sobre cuáles serían sus tareas. Además, Lou sabía que recurrir a aquellas pruebas equivaldría a lanzar piedras sobre su propio tejado. Por lo tanto, había una carta que Lou no pensaba utilizar nunca, salvo como último recurso. Hacer eso sería como vengarse a su propia costa, como decía su abuela, que lo había criado, cuando se quejaba del carnicero para el que trabajaba como chico de los recados.
—¿Te paga puntualmente? —preguntaba su abuela.
—Sí, pero pide a sus clientes que añadan la propina a la cuenta —protestaba Lou—, y luego me la descuenta de la paga.
Lou recordaba con satisfacción cómo se había desquitado del carnicero. Cuando iba a entregar un pedido, abría el paquete y se quedaba con una parte: un trozo de pollo, un filet mignon o solomillo picado para hacerse una buena hamburguesa.
Su abuela, que trabajaba de cuatro de la tarde a doce de la noche como telefonista de un motel distante quince kilómetros, le dejaba preparada una comida compuesta por espagueti y albóndigas enlatadas, o cualquier otra cosa poco apetitosa. Por lo tanto, los días que birlaba carne volvía a casa de su trabajo, que empezaba después del colegio, y se daba un festín de buey o pollo. Después arrojaba a la basura lo que abuela le había dejado, y nadie se enteraba.
La única persona que descubrió las andanzas de Lou fue Cal. Una noche, cuando Cal y Lou cursaban segundo de secundaria, Cal pasó por su casa cuando estaba friendo un filete birlado.
—Eres un capullo —dijo Cal—. Los filetes se hacen a la parrilla, no se fríen.
Aquella noche se forjó una alianza entre los dos jóvenes: Cal, el hijo de los borrachines del pueblo, y Lou, el nieto de Bebe Clauss, cuya única hija se había esfumado con Lenny Knox y regresó al pueblo dos años después, con el único propósito de entregar el niño a la tutela de su madre. Una vez liberada de aquel peso, volvió a desaparecer.
Pese a su familia, Cal había ido a la universidad, con la ayuda de su astucia y sus ganas de triunfar. Lou vagó de empleo en empleo, sin contar los treinta días que pasó en la cárcel del pueblo por robar en una tienda, y los tres años en el penal del estado por robo con intimidación. Después, casi dieciséis años más tarde, había recibido una llamada de Cal, conocido ya como señor Calvin Whitehall, de Greenwich, Connecticut.
Tengo que ir a besar los pies a mi antiguo colega, pensó Lou de su cita en Greenwich. Cal había dejado muy claro que la reunión se debía únicamente al valor potencial de Lou como factótum.
Lou se trasladó a Greenwich aquel día, a un espartano dormitorio de la casa que Cal había comprado. Era mucho más pequeña que la de ahora, pero estaba en el sitio adecuado.
El noviazgo de Cal con Jenna Graham abrió los ojos a Lou. Una belleza elegante y despampanante con un tío con aspecto de peso pesado retirado. ¿Qué demonios veía en él? Lou adivinó la respuesta: poder. Poder en estado puro. A Jenna le encantaba que Cal lo poseyera, y estaba fascinada por su forma de utilizarlo. Carecía de sus nobles antecedentes, y no provenía de su mundo, pero el tipo salía indemne de cualquier situación. Su mundo fue pronto su hogar. Daba igual lo que la vieja guardia pensara de Calvin Whitehall, porque nadie se atrevía a criticarle.
Los padres de Cal nunca fueron invitados a ir a ver a su hijo. Cuando murieron, con escaso tiempo de diferencia, Lou fue el encargado de arreglarlo todo y mandar sus cuerpos al crematorio lo antes posible. Cal no era un sentimental.
Con los años, la valía de Lou había aumentado a los ojos de Cal, y él lo sabía. Aun así, no albergaba duda de que, si Calvin Whitehall decidía deshacerse de él, sería arrojado a las lampreas. Aún recordaba con amargo humor los trabajillos que había llevado a cabo para Cal, de tal forma que éste siempre quedaba limpio de polvo y paja.
Bien, es un juego para dos, pensó con una sonrisa de astucia. Ahora, le tocaba averiguar si Fran Simmons iba a convertirse en un simple problema o en algo más peligroso. Será interesante, decidió. ¿De tal palo tal astilla?
Lou sonrió cuando recordó al padre de Fran, aquel capullo siempre ansioso por complacer a los demás, cuya madre nunca le había enseñado a desconfiar de los Calvin Whitehall de este mundo. Y cuando aprendió la lección, ya era demasiado tarde.