El miércoles por la mañana, Fran tenía una cita en Greenwich con el doctor Roy Kirkwood, que había sido el médico de cabecera de Josephine Gallo, la madre del amigo de Tim Mason, el cual había pedido a Fran que investigara su muerte. Se llevó una sorpresa al encontrar vacío el recibidor de la consulta. No suele pasar en estos tiempos, pensó.
La recepcionista deslizó a un lado el cristal que separaba su escritorio de la sala de espera.
—Señorita Simmons —dijo—, el doctor la espera.
Roy Kirkwood aparentaba unos sesenta años. Su ralo cabello plateado, las cejas plateadas, las gafas de montura metálica, la frente arrugada, los ojos inteligentes y bondadosos, todo su aspecto consiguió que Fran pensara que aquel hombre parecía un médico de verdad. Si viniera a verle porque estuviera enferma, confiaría a pies juntillas en él, se dijo. Por otra parte, pensó mientras el hombre le indicaba que tomara asiento, he venido porque una de sus pacientes ha muerto.
—Ha sido muy amable al recibirme, doctor —empezó.
—Yo diría que era necesario para mí verla, señorita Simmons. Tal vez habrá observado que mi sala de espera está vacía. Aparte de los pacientes de toda la vida, de los cuales me ocupo hasta que pueda traspasar sus historiales a otros colegas, me he jubilado.
—¿Su decisión está relacionada con la madre de Billy Gallo?
—Exacto, señorita Simmons. Es cierto que la señora Gallo habría podido padecer un ataque de corazón fatal en cualquier circunstancia, pero con un bypass cuádruple habría tenido buenas probabilidades de sobrevivir. Su cardiograma entraba dentro de la normalidad, pero un cardiograma no es lo único que revela si un paciente tiene problemas. Yo sospechaba que sufría obstrucción arterial, y quería someterla a diversas pruebas. Sin embargo, mi petición fue vetada.
—¿Por quién?
—Por la dirección. Por Remington Health Management, para ser concreto.
—¿Protestó la decisión?
—Señorita Simmons, protesté y continué protestando hasta que todo fue inútil. Protesté esa decisión como en otros muchos casos, en que mi recomendación de que los pacientes debían ser derivados a un especialista fue denegada.
—Entonces Billy Gallo tenía razón. Su madre habría podido sobrevivir. ¿Es eso lo que está diciendo?
Roy Kirkwood parecía derrotado y triste.
—Señorita Simmons, después de que la señora Gallo padeciera la oclusión coronaria, fui a ver a Peter Black y exigí que se practicara el bypass necesario.
—¿Qué contestó el doctor Black?
—Consintió, a regañadientes, pero la señora Gallo murió antes de llevarse a cabo la intervención. Podríamos haberla salvado si la operación se hubiera autorizado antes. Para la HMO, ella sólo era parte de una estadística, por supuesto, y su muerte significa más beneficios para Remington, de modo que uno se pregunta si en realidad les importa.
—Usted hizo cuanto pudo, doctor.
—¿Cuanto pude? He llegado al final de mi carrera y puedo jubilarme sin problemas económicos, pero que Dios se apiade de los médicos jóvenes. La mayoría empiezan endeudados hasta las cejas, pues han de pagar los préstamos que pidieron para sufragar sus estudios. Créalo o no, la cantidad media que deben son cien mil dólares. Después han de pedir préstamos para comprar equipo y abrir una consulta. Tal como están las cosas hoy, se ven obligados a trabajar para una compañía de seguros médicos, pues el noventa por ciento de los pacientes son socios de ellas.
»Hoy, a un médico se le dice cuántos pacientes ha de atender. Algunos planes llegan hasta el extremo de fijar un tiempo máximo de quince minutos por paciente, y les exigen llevar un registro del tiempo dedicado a cada paciente. Es normal que los médicos trabajen cincuenta y cinco horas a la semana por menos dinero del que ganaban antes de que las HMO se apoderaran de la medicina.
—¿Cuál es la solución? —preguntó Fran.
—HMO no lucrativas gestionadas por médicos, en mi opinión. O médicos que funden sus propias cooperativas. La medicina está realizando notables avances. Hay muchos medicamentos y tratamientos nuevos a disposición de los médicos, que nos permiten prolongar vidas y proporcionar mejor calidad de vida. Lo incongruente es que estos tratamientos y servicios nuevos se deniegan de manera arbitraria, como en el caso de la señora Gallo.
—¿Cómo es posible que Remington se haya impuesto a otras HMO, doctor? Al fin y al cabo, fue fundada por dos médicos.
—Por dos médicos que heredaron el prestigio de un gran médico, Jonathan Lasch. Gary Lasch no era de la misma madera que su padre, ni como médico ni como ser humano. En cuanto a Remington, es avara y mezquina hasta extremos inconcebibles. Por ejemplo, hay recortes sistemáticos de servicios y personal en el hospital Lasch, como parte de su campaña de reducción de gastos. Ojalá Remington y las HMO que está absorbiendo caigan en manos del plan que lidera el ex secretario de Educación. Es la clase de hombre que el sistema sanitario necesita.
Roy Kirkwood se levantó.
—Le ruego me disculpe, señorita Simmons. Sé que me estoy desahogando con usted. Pero tengo mis motivos. Creo que haría un gran servicio si utilizara el poder de convocatoria de su programa para alertar al público sobre esta situación cruel y alarmante. La gente ignora que los locos se han apoderado del manicomio.
Fran también se levantó.
—Doctor, ¿conocía al doctor Jack Morrow?
Kirkwood sonrió.
—Jack Morrow era el mejor. Inteligente, experto en diagnósticos, y quería a sus pacientes. Su muerte fue una tragedia.
—Parece extraño que su asesinato nunca se haya resuelto.
—Si cree que estoy furioso con Remington Health Management, tendría que haber oído a Jack Morrow. Admito que tal vez fue demasiado lejos en sus quejas.
—¿Demasiado lejos? —se apresuró a preguntar Fran.
—Jack perdía los estribos con facilidad. Tengo entendido que clasificó a Peter Black y Gary Lasch de «par de asesinos». Eso es ir demasiado lejos, aunque confieso que pensé lo mismo de Black y del sistema cuando Josephine Gallo murió. Sólo que no lo dije.
—¿Quién oyó decir eso al doctor Morrow?
—La señora Russo, mi recepcionista. Trabajaba para Jack. Ignoro si otras personas le oyeron.
—¿Es la señora de fuera?
—Sí.
—Gracias por su tiempo, doctor.
Fran salió a la sala de espera y se paró frente al escritorio.
—Tengo entendido que trabajó para el doctor Morrow, señora Russo —dijo a la menuda mujer de pelo cano—. Fue muy amable conmigo cuando mi padre murió.
—Era amable con todo el mundo.
—Señora Russo, sabía mi apellido cuando entré. ¿Sabe que estoy investigando la muerte del doctor Gary Lasch para el programa de televisión Crímenes verdaderos?
—Sí.
—El doctor Kirkwood acaba de decirme que usted oyó al doctor Morrow calificar a los doctores Lasch y Black de «par de asesinos». Es una expresión bastante fuerte.
—Acababa de llegar del hospital y estaba muy disgustado. Estoy segura de que se trataba de lo habitual, luchar por un paciente al que se le había denegado un tratamiento. Pero el pobre doctor fue asesinado unas noches después.
—Si no recuerdo mal, la policía llegó a la conclusión de que un drogadicto había forzado la entrada y le había sorprendido trabajando a altas horas en su consulta.
—Exacto. Todos los cajones de su escritorio estaban en el suelo, y el botiquín estaba vacío. Los drogadictos pueden llegar a desesperarse, pero ¿por qué tuvo que matarle? ¿Por qué no se llevó lo que quería y le dejó atado o algo así? —Brillaron lágrimas en los ojos de la mujer.
Porque el asaltante tenía miedo de ser reconocido, pensó Fran. Es el motivo habitual de que un ladrón se convierta en un asesino. Se dispuso a marcharse, pero entonces recordó la otra pregunta que quería hacer.
—Señora Russo, ¿había alguien más delante cuando Morrow llamó asesinos a Lasch y Black?
—Sólo dos personas, gracias a Dios. Wally Barry, un paciente de toda la vida del doctor Morrow, y su madre, Edna Barry.