¿Detecté un cambio en el estado de Tasha cuando fui la semana pasada, o solo lo estoy imaginando?, se preguntó Barbara Colbert mientras se dirigía a Greenwich. Enlazaba y desenlazaba las manos, nerviosa.
La llamada del doctor Black había llegado justo cuando se disponía a salir hacia el Met, pues tenía un abono para las veladas de ópera de los martes.
—Señora Colbert —había dicho el médico—, temo que se ha producido un cambio en el estado de Tasha. Creemos que sus sistemas van a colapsarse.
Déjame llegar a tiempo, por favor, rezó Barbara. Quiero estar a su lado cuando muera. Siempre me han dicho que lo más probable es que no oiga ni entienda nada de lo que le decimos, pero nunca he estado segura de eso. Cuando llegue el momento, quiero que sepa que estoy a su lado. Quiero rodearla con mis brazos cuando exhale el último suspiro.
Se reclinó en el asiento y lanzó una exclamación ahogada. La idea de perder a su hija era como una puñalada en el corazón. Oh, Tasha… Tasha… ¿Cómo pudo suceder esto?
Cuando Barbara Colbert llegó, encontró a Peter Black junto al lecho de Tasha. Su semblante era lúgubre.
—Sólo podemos esperar —dijo.
Barbara no le hizo caso. Una de las enfermeras acercó una silla a la cama para que pudiera sentarse con el brazo alrededor de Tasha. Miró el adorado rostro de su hija, tan sereno, como si estuviera durmiendo, como si fuera a abrir los ojos de un momento a otro y darle la bienvenida.
Barbara se quedó junto a su hija durante toda la larga noche, indiferente a las enfermeras que aguardaban algo retiradas, o a Peter Black, cuando ajustó la solución que se le inyectaba a Tasha.
A las seis, Black le dijo:
—Señora Colbert, parece que Tasha se ha estabilizado, al menos hasta cierto punto. ¿Por qué no va a tomar una taza de café y deja que las enfermeras cuiden de ella? Vuelva después.
La mujer levantó la vista.
—Sí. He de hablar con mi chófer. ¿Está seguro…?
El hombre sabía a qué se refería, y asintió.
—Nadie puede estar seguro, pero no creo que de momento Tasha vaya a dejarnos.
La señora Colbert salió a la zona de recepción. Tal como esperaba, Dan dormía en una silla. Una mano sobre su hombro fue suficiente para despertarlo por completo.
Dan trabajaba para la familia desde antes de que Tasha naciera, y con los años se había forjado una sólida amistad entre ambos. Barbara contestó a su tácita pregunta.
—Aún no. Dicen que se ha estabilizado. Pero podría ser en cualquier momento.
—Llamaré a los chicos, señora Colbert.
Cincuenta y cincuenta y ocho y todavía les llamaba los chicos, pensó Barbara, vagamente consolada por la certeza de que Dan compartía su pena.
—Pide a uno de ellos que recoja una bolsa del apartamento. Dile a Netty que la tenga a punto.
Se obligó a entrar en la pequeña cafetería. La noche de insomnio todavía no la había afectado, pero sabía que era inevitable.
La camarera de la cafetería conocía el empeoramiento de Tasha.
—Estamos rezando —dijo, y después suspiró—. Ha sido una semana muy triste. El señor Magim murió la madrugada del sábado.
—No lo sabía. Lo siento.
—No fue inesperado, pero todos confiábamos en que aguantaría hasta cumplir los ochenta. ¿Sabe lo que fue muy bonito? Sus ojos se abrieron justo antes de morir, y la señora Magim jura que la miró fijamente.
Ojalá Tasha pudiera decirme adiós, pensó Barbara. Éramos una familia feliz pero poco efusiva. Ahora lo lamento. Muchos padres terminan las conversaciones con sus hijos diciendo «Te quiero». Siempre pensé que era una exageración, una tontería. Ahora, me arrepiento de no habérselo dicho a Tasha cada vez que se marchaba.
Cuando Barbara volvió a la habitación, el estado de Tasha no parecía haber cambiado. El doctor Black estaba de pie junto a la ventana, hablando por su móvil. Bárbara le oyó decir:
—No lo apruebo, pero si insistes no me queda otra alternativa, ¿verdad?
Su voz estaba tensa de ira… ¿o era miedo?
Me pregunto quién le da órdenes, pensó Barbara.