Había comparecido ante el juez. Le tomaron las huellas dactilares y la fotografiaron. Oyó a Philip Matthews decir: «Mi cliente se declara no culpable, su señoría». El fiscal adujo que podía escapar a la acción de la justicia y exigió arresto domiciliario. El juez fijó una fianza de un millón de dólares y confirmó el arresto domiciliario.
Esperó, temblorosa en su celda. La fianza fue pagada. Molly, como una niña obediente, apática e indiferente, hizo lo que le decían, hasta que por fin estuvo en el coche con Philip, que la acompañó a su casa.
La rodeó con el brazo y casi la llevó en volandas hasta el salón. La hizo tumbarse en el sofá, colocó un cojín bajo su cabeza, fue en busca de una manta y la arrebujó.
—Estás temblando. ¿Dónde está el encendedor del fuego?
—Sobre la repisa de la chimenea.
No fue consciente de que estaba contestando a una pregunta hasta que oyó su propia voz.
Un momento después, el fuego se encendió, cálido y reconfortante.
—Me quedo —dijo Philip—. He traído mi maletín. Trabajaré en la mesa de la cocina. Tú cierra los ojos.
Cuando los abrió, sobresaltada, eran las siete, y el doctor Daniels estaba sentado a su lado.
—¿Estás bien, Molly?
—Annamarie —dijo con voz ahogada—. Estaba soñando con ella.
—¿Quieres contarme el sueño?
—Annamarie sabía que algo terrible iba a sucederle. Por eso salió a toda prisa del restaurante. Quería escapar a su destino. En cambio, se precipitó hacia él.
—¿Crees que Annamarie sabía que iba a morir, Molly?
—Sí.
—¿Por qué crees que lo sabía?
—Eso era parte del sueño, doctor. ¿Conoce la fábula del hombre a quien dijeron que iba al encuentro de la muerte aquella misma noche en Damasco, y que huyó a Samara para esconderse? Un desconocido se le acercó en una calle de Samara y dijo: «Soy la Muerte. Pensaba que nuestra cita era en Damasco». —Aferró las manos del doctor Daniels—. Todo era tan real…
—¿Quieres decir que Annamarie no podía salvarse de ninguna manera?
—De ninguna manera. Yo tampoco puedo salvarme.
—Háblame de eso, Molly.
—No lo sé, la verdad —susurró ella—. Hoy, cuando estaba en la celda y cerraron con llave la puerta, no paraba de oír otra puerta que se abría y cerraba. ¿No es extraño?
—¿Era la puerta de una cárcel?
—No, pero todavía ignoro qué puerta es. El sonido está relacionado con lo que pasó la noche que Gary murió. —Suspiró, apartó la manta y se incorporó—. Oh, Dios, ¿por qué no puedo recordar? Si pudiera, quizá tendría una oportunidad.
—Es una buena señal que estés recordando incidentes o sonidos concretos.
—¿De veras? —preguntó Molly con voz débil.
El doctor la estudió con detenimiento. Observó los efectos de la tensión reciente en su rostro: letárgico, deprimido, reservado. Segura de que su destino estaba sellado. Era evidente que no deseaba hablar más.
—Molly, me gustaría que nos viéramos cada día durante un tiempo. ¿De acuerdo?
Esperaba que ella protestara, pero asintió con indiferencia.
—Le diré a Philip que me voy —dijo el médico.
—Él también debería irse a casa. Les estoy muy agradecida a los dos. Hay poca gente que me apoye. Ni siquiera mis padres. Su ausencia es escandalosa.
Sonó el timbre de la puerta. El doctor Daniels vio pánico en los ojos de Molly. ¿Será la policía?, pensó, desolada.
—Yo abriré —dijo Philip.
Daniels vio alivio en el rostro de Molly cuando el repiquetear de unos tacones y una voz de mujer precedieron a Jenna Whitehall.
Su marido y Philip la siguieron hasta el salón.
El doctor Daniels observó cómo Jenna daba a Molly un breve abrazo.
—Su comida a domicilio ha llegado, señora —dijo Jenna—. A falta de ama de llaves, el todo poderoso Calvin Whitehall en persona servirá y despejará la mesa, con la inapreciable ayuda del abogado Philip Matthews.
—Me marcho —dijo el médico con una leve sonrisa, contento de que los amigos de Molly hubieran acudido en su ayuda y ansioso por volver a casa. Calvin Whitehall, al que sólo había visto unas pocas veces, le había desagradado instintivamente. Intuía que era una persona autoritaria por naturaleza, que no vacilaría ni un segundo en utilizar su inmenso poder no sólo para lograr sus objetivos, sino para manipular a la gente y disfrutar del placer de verla plegarse a su voluntad.
Se quedó sorprendido cuando Calvin Whitehall le siguió hasta la puerta.
—Doctor —dijo Whitehall en voz baja, como si temiera que le oyeran—, me alegro de verle aquí con Molly. Ella es muy importante para todos nosotros. ¿Cree que existe alguna posibilidad de que la declaren incapacitada, o en su defecto, que la juzguen no culpable de este segundo asesinato por locura transitoria?
—Su pregunta no deja duda de que usted la considera culpable de la muerte de Annamarie Scalli —replicó con frialdad Daniels.
Whitehall reaccionó con sorpresa e indignación ante la repulsa implícita.
—Confiaba en que mi pregunta reflejaría el afecto que mi mujer y yo sentimos por Molly, y nuestra certeza de que una larga condena a prisión sería para ella una sentencia de muerte.
Pobre de aquel que se enfrente contigo, pensó Daniels, cuando observó las mejillas enrojecidas de indignación de Whitehall y el brillo glacial de sus ojos.
—Señor Whitehall, agradezco su preocupación. Tengo la intención de reunirme o hablar con Molly cada día, y tendremos que tomarnos esto con calma.
Se volvió hacia la puerta.
Mientras volvía a casa, el doctor Daniels pensó que Jenna Whitehall podía ser la mejor amiga de Molly, pero estaba casada con un hombre que no toleraba las interferencias y que no permitía a nadie interponerse en su camino. Pensó que el renovado interés por el escándalo relacionado con la muerte de Gary Lasch, el fundador de Remington Health Management, no era un giro positivo para el presidente de la junta de Remington.
¿Ha ido Whitehall a casa de Molly como marido de su mejor amiga, o porque está preparando el plan más conveniente para controlar los perjuicios?, se preguntó Daniels.
Jenna había comprado espárragos au gratin, costillar de cordero, patatas, brócoli y bollos, todos los platos ya preparados para ser servidos. Dispuso la mesa de la cocina con presteza, mientras Cal abría una botella e informaba a Molly de que era un Château Lafite Rotschild de Burdeos, «lo mejor de mi bodega particular».
Molly captó la expresión perpleja de Philip y una leve mueca de Jenna por el tono pretencioso de su marido. Sus intenciones son buenas, pensó, pero ojalá no hubieran venido. Se esfuerzan en fingir que se trata de una velada normal en Greenwich, y aquí estamos, reunidos en el último minuto para una cena informal en la cocina. Años antes, cuando Gary aún vivía y ella pensaba que su vida era feliz, Jenna y Cal se dejaban caer de vez en cuando sin previo aviso y siempre se quedaban a cenar.
Felicidad doméstica: eso era mi vida. Me encantaba cocinar e improvisaba una cena en cuestión de minutos. Me gustaba demostrar así que no necesitaba ni quería que ninguna cocinera o ama de llaves viviera en casa de manera permanente. Gary siempre parecía orgulloso de mí: «No sólo es atractiva e inteligente, sino que sabe cocinar. ¿Cómo he podido tener tanta suerte?», decía, tan orgulloso, delante de sus invitados.
Y todo era una farsa, pensó Molly.
Le dolía la cabeza y se masajeó las sienes.
—Molly, ¿prefieres dejarlo? —preguntó Philip. Estaba sentado frente a ella, tal como Jenna les había colocado.
«Como marido y como médico, no valía el precio que pagó por matarle, señora Lasch».
Molly levantó la vista y vio que Philip la estaba mirando.
—¿Qué te pasa, Molly? —preguntó.
Confusa, desvió la vista, Jenna y Cal también la estaban mirando.
—Lo siento —dijo, vacilante—. Creo que he llegado a un punto en que ya no distingo la diferencia entre lo que pienso y lo que digo. Acabo de recordar lo que Annamarie me dijo cuando me encontré con ella el domingo por la noche. Lo que me impresionó fue que creía que yo había matado a Gary, cuando yo precisamente fui a verla con la esperanza de averiguar si ella le había matado.
—Molly, no pienses en eso ahora —dijo Jenna—. Bebe tu vino e intenta relajarte.
—Jenna, escúchame —repuso Molly con vehemencia—. Annamarie dijo que Gary, como médico, no valía el precio que pagué por matarle. ¿Por qué dijo eso? Era un médico maravilloso, ¿no?
Se hizo el silencio mientras Jenna continuaba con los preparativos. Cal se limitó a mirarla.
—¿Comprendéis a qué me refiero? —insistió Molly, con voz casi suplicante—. Tal vez había algo en su vida profesional que nosotros desconocíamos.
—Hay que investigarlo —dijo Philip—. ¿Por qué no hablamos con Fran de eso? —Miró a Cal y Jenna—. Al principio me mostré contrario a que Molly colaborara con Fran Simmons, pero después de conocerla y haberla visto en acción, creo que está de parte de Molly.
Se volvió hacia ésta.
—Por cierto, llamó mientras dormías. Ha hablado con el chico que trabajaba en la barra del restaurante el domingo por la noche. Dice que no te oyó llamar a Annamarie por segunda vez, al contrario de lo que afirma la camarera. Es una minucia, pero tal vez podríamos utilizarlo para desacreditar su testimonio.
—Eso es estupendo. Sé que no lo recordaba —dijo Molly—. No obstante, a veces me pregunto qué es real y qué es imaginario. Acabo de contar al doctor Daniels que algo referente a la noche que Gary murió me ronda por la cabeza, algo sobre una puerta. Dice que empezar a recobrar recuerdos concretos es una buena señal. Así lo espero. Sé que no podría volver a la cárcel. —Hizo una pausa, y después susurró, más para sí que para los demás—: Eso no ocurrirá.
Siguió un largo silencio, que Jenna rompió con jubilosa determinación.
—Eh, no dejemos que esta cena fantástica se enfríe —dijo, y ocupó su sitio en la mesa.
Una hora después, camino de casa en el coche, sentados en el asiento trasero mientras Lou conducía, Jenna y Cal guardaban silencio, hasta que ella dijo:
—Cal, ¿crees posible que Fran Simmons descubra algo que pueda ayudar a Molly? Es una periodista de investigación, y quizá buena.
—Antes hay que tener algo que investigar —dijo con brusquedad Calvin Whitehall—, y en su caso no es así. Cuanto más hurgue Fran Simmons, más descubrirá que vuelve a la misma respuesta, que es la evidente.
—¿A qué crees que se refería Annamarie Scalli cuando criticó a Gary como médico?
—Sospecho, querida, que esos recuerdos repentinos de Molly son muy poco fiables. Yo no les concedería ninguna importancia, y estoy seguro de que ningún jurado lo haría. Ya la oíste. Ha amenazado con suicidarse.
—No es justo que la gente dé a Molly esperanzas infundadas. ¡Ojala Fran Simmons dejara en paz el asunto!
—Sí, Fran Simmons se está convirtiendo en un terrible problema —admitió Cal.
No tuvo que mirar al retrovisor para confirmar que Lou Knox le estaba mirando mientras conducía. Con un cabeceo apenas perceptible, contestó a la pregunta no verbalizada de Lou.