Fran terminó su retransmisión y desconectó el micrófono. Esta noche, Pat Lyons, un joven cámara, había venido desde Nueva York para grabar su reportaje desde el Sea Lamp Diner.
—Me gusta este pueblo —dijo—. Como está junto al agua, me recuerda a un pueblo de pescadores.
—Es un bonito pueblo —admitió Fran, y recordó que cuando era más joven iba de vez en cuando a Rowayton para visitar a una amiga.
Es evidente que el Sea Lamp no es el típico sitio donde la élite se cita para comer, pensó, mientras echaba un vistazo al restaurante, de aspecto algo descuidado. No obstante, su intención era entrar a cenar. Pese a los acontecimientos de los dos últimos días, y la presencia de la cinta y tiza amarillas que indicaban el emplazamiento del coche de Annamarie Scalli, el local estaba abierto.
Fran ya había averiguado que Gladys Fluegel, la camarera que había servido a Molly y Annamarie Scalli, estaba de servicio aquella noche. Tenía que conseguir una de sus mesas.
Se quedó sorprendida al ver que el restaurante estaba medio lleno, pero supuso que se debía a la curiosidad despertada por el asesinato y la consiguiente publicidad. Se detuvo un momento en la entrada, preguntándose si tendría más posibilidades de hablar con la Fluegel si se sentaba en la barra. Sin embargo, la propia camarera solucionó el problema, pues acudió presurosa a su encuentro.
—Usted es Fran Simmons. La estábamos viendo en la tele. Soy Gladys Fluegel. Atendí a Molly Lasch y Annamarie Scalli la otra noche. Se sentaron allí. —Señaló un reservado vacío del fondo.
Fran comprendió que Gladys estaba más que ansiosa por contarle la historia.
—Me gustaría hablar con usted —dijo Fran—. Quizá si ocupo esa mesa podría sentarse conmigo. ¿A qué hora empieza su turno de descanso?
—Concédame diez minutos. Encenderé una hoguera bajo ellos. —Señaló a una pareja anciana sentada a una mesa junto a la ventana—. Ella está muy enfadada porque él quiere buey a la parmesana, y dice que siempre le da gases. Les diré que se decidan de una vez. En cuanto hayan hecho el pedido, me sentaré con usted.
Fran midió la distancia mientras caminaba hacia el reservado. Mientras esperaba a Gladys, estudió el interior del local. Para empezar, la iluminación era escasa, y la mesa estaba en sombras, lo cual la convertía en la elección ideal para alguien que deseara pasar desapercibido. Molly había dicho a Philip que Annamarie parecía atemorizada cuando hablaron, pero no de ella. ¿De qué tenía miedo?, se preguntó.
¿Por qué había cambiado Annamarie su apellido? ¿Porque pensaba que la notoriedad concerniente a la muerte de Gary Lasch la seguiría allá donde fuera? ¿O tenía otros motivos para querer desaparecer?
Según Molly, Annamarie había sido la primera en marcharse del restaurante, y después Molly pagó la cuenta y la siguió. ¿Cuánto tiempo tardó? No mucho, porque de lo contrario Molly habría creído que ya se había marchado. Pero había transcurrido lo suficiente para que Annamarie cruzara el aparcamiento y subiera a su jeep.
Molly dice que la llamó desde la puerta, pensó Fran. ¿La alcanzó?
—¿Adivina lo que van a tomar? —Preguntó Gladys, señalando con el pulgar por encima del hombro a la pareja anciana—. Platija a la parrilla con espinacas. Ella pidió por los dos. El pobre tipo ha enfermado de los nervios.
Dejó caer la carta delante de Fran.
—La especialidad de esta noche es fricandó de pechuga de pollo y gulash a la húngara.
Tomaré una hamburguesa en P. J. Clarke's cuando regrese a Nueva York, decidió Fran, y luego murmuró algo acerca de que había quedado con alguien para cenar, y pidió un bollo y café.
Cuando Gladys volvió con el pedido, se sentó.
—Tengo unos dos minutos —dijo—. Aquí fue donde Molly Lasch se sentó. Annamarie Scalli ocupó su asiento. Como ya dije a los detectives ayer, la Scalli estaba nerviosa. Juro que tenía miedo de la Lasch. Después, cuando la Scalli se levantó, Molly Lasch la agarró de la muñeca. La Scalli tuvo que soltarse, y luego salió de aquí a toda mecha, como si tuviera miedo de que Molly Lasch la persiguiera, cosa que ésta hizo. ¿Cuántas mujeres dejan un billete de cinco dólares para pagar una taza de té y un café, que sólo suman un dólar con treinta? Me da pesadillas pensar que segundos después de que abandonara mi mesa, la Scalli estaba muerta. —Suspiró—. Supongo que no me quedará otro remedio que testificar en el juicio.
Te estás muriendo de ganas de testificar, pensó Fran.
—¿Había otras camareras el domingo por la noche?
—Princesa, en este cuchitril el domingo por la noche no hacen falta dos camareras. En teoría tengo asueto los domingos, pero la chica habitual se puso enferma. ¿Adivina quién se comió el marrón? Por otra parte, fue muy interesante estar aquí, teniendo en cuenta lo sucedido.
—¿Estaba el chef o alguien más en la barra? Alguien la ayudaría.
—Oh, sí, el chef estaba por aquí, aunque es exagerado llamar «chef» a ese tío. Pero no estaba precisamente aquí. Siempre está dentro. Ojos que no ven corazón que no siente, si sabe a qué me refiero.
—¿Quién atendía la barra?
—Bobby Burke, un universitario. Trabaja los fines de semana.
—Me gustaría hablar con él.
—Vive en Yarmouth Street, en Belle Island. Eso está al otro lado del puente, a dos manzanas de aquí. Se llama Robert Burke hijo. Encontrará su número en el listín. ¿Quiere entrevistarme para la televisión o algo por el estilo?
—Cuando grabe el programa sobre Molly Lasch, me gustaría hablar con usted —dijo Fran.
—Será un placer complacerla.
Apuesto a que sí, pensó Fran.
Fran llamó a la residencia de los Burke desde el teléfono del coche. Al principio, el padre de Bobby se negó en redondo a permitir que hablara con su hijo.
—Bobby ya ha hecho una declaración ante la policía que contiene todo cuanto tenía que decir. Apenas se fijó en ninguna de las dos mujeres. No podía ver el aparcamiento desde la barra.
—Señor Burke, voy a ser muy sincera con usted. Estoy a sólo cinco minutos de distancia. Acabo de hablar con Gladys Fluegel y temo que haya tergiversado un poco su descripción del encuentro entre Molly Lasch y Annamarie Scalli. Soy periodista, pero también soy amiga de Molly Lasch. Fuimos a la escuela juntas. En nombre de la justicia, apelo a usted. Molly necesita ayuda.
—Espere un momento.
Cuando Burke volvió a ponerse al teléfono, dijo:
—De acuerdo, señorita Simmons, puede venir y hablar con Bobby, pero insisto en quedarme en la habitación con usted. Le daré la dirección de casa.
Es el tipo de chico del que cualquier padre se sentiría orgulloso, pensó Fran cuando se sentó con Bobby Burke en la sala de estar de su modesta casa. Era un adolescente delgado de dieciocho años, con una mata de cabello castaño claro e inteligentes ojos castaños. Sus modales eran tímidos, y de vez en cuando miraba a su padre como en busca de guía, pero alumbró una llamita de humor en sus ojos cuando contestó algunas de las preguntas de Fran, y sobre todo cuando habló de Gladys.
—No había mucha gente, pero vi entrar a las dos señoras —dijo—. Llegaron por separado, con pocos minutos de diferencia. Fue muy curioso. Gladys siempre intenta acomodar a la gente en una mesa cercana a la barra, para no tener que llevar el pedido demasiado lejos, pero la primera señora no lo aceptó. Señaló el reservado del fondo.
—¿Pensaste que estaba nerviosa?
—No lo sabría decir.
—¿Dices que no estabas muy ocupado?
—Exacto. Había pocas personas en la barra. Aunque justo antes de que las dos mujeres se fueran, entró una pareja y ocupó una mesa. Gladys estaba con las dos mujeres cuando la pareja entró.
—¿Aún las estaba sirviendo?
—Tomaba nota, pero tardó lo suyo. Es una fisgona de cuidado, y le gusta saber lo que pasa. Recuerdo que la pareja recién llegada empezó a impacientarse y la llamó. Eso ocurrió cuando la segunda señora se iba.
—Bobby, ¿tuviste la impresión de que la primera mujer en irse, la que fue asesinada en el aparcamiento, salió corriendo como si estuviera nerviosa o asustada?
—Iba deprisa, pero no corría.
—¿Y la segunda mujer? Sabrás que se llama Molly Lasch, ¿verdad?
—Sí, lo sé.
—¿La viste marchar?
—Sí.
—¿Corría?
—También iba deprisa, pero creo que era porque estaba llorando. Sentí pena por ella.
Estaba llorando, pensó Fran. No es propio de una mujer presa de una rabia homicida.
—Bobby, ¿la oíste llamar a alguien cuando salió?
—Me pareció que sí, pero no pillé el nombre.
—¿Llamó por segunda vez? ¿Gritó «Annamarie, espera»?
—No la oí llamar por segunda vez, porque estaba sirviendo café, y tal vez no me di cuenta.
—Acabo de salir del restaurante, Bobby. La barra está cerca de la puerta. ¿No crees que si Molly Lasch hubiera llamado en voz alta a alguien sentado en un coche del aparcamiento para que la oyera, tú también la habrías oído?
El chico reflexionó.
—Supongo que sí.
—¿Te interrogó al respecto la policía?
—Pues no. Preguntaron si oí a la señora Lasch llamar a la otra señora desde la puerta, y dije que creía que sí.
—Bobby, ¿quién había en la barra en aquel momento?
—Sólo dos tíos que se dejan caer de vez en cuando. Habían estado jugando a los bolos. Pero estaban hablando, sin prestar atención a nadie más.
—¿Quiénes eran las personas que entraron, ocuparon una mesa y llamaron a Gladys?
—No sé cómo se llaman. Son de la edad de mis padres. Les veo de vez en cuando. Creo que van al cine, o algo por el estilo, y luego comen algo de regreso a casa.
—Si vuelven, ¿me conseguirás sus nombres y su número de teléfono, y si no te quieren dar esa información, les darás mi tarjeta y les pedirás que me telefoneen?
—Desde luego, señora Simmons —dijo Bobby con una sonrisa—. Me gustan sus reportajes de los telediarios, y siempre miro Crímenes verdaderos. Es fantástico.
—Acabo de empezar a trabajar en Crímenes verdaderos, pero gracias de todos modos —dijo Fran—. El caso Lasch será el tema de mi primer programa. —Se levantó y se volvió hacia Robert Burke padre—. Ha sido muy amable al permitirme hablar con Bobby.
—Bueno, la verdad es que he visto las noticias —repuso el hombre—, y tengo la sensación de que existen muchas prisas para acelerar este juicio. Es evidente que usted opina lo mismo. —Sonrió—. Es posible que tenga ciertos prejuicios, por supuesto. Soy abogado de oficio.
Acompañó a Fran hasta la puerta y la abrió.
—Señora Simmons, si es usted amiga de Molly Lasch, debería saber algo más. Hoy, cuando la policía interrogó a Bobby, tuve la sensación de que todo cuanto querían oír era una verificación de lo que Gladys Fluegel había testificado, y le aseguro que esa mujer está ávida de atención. No me sorprendería que empezara a recordar toda clase de cosas. Conozco el tipo. Dirá a la policía todo lo que ésta quiera oír, y ya puede apostar a que nada de ello ayudará a Molly Lasch.