Edna Barry, que sentía en sus huesos cada día de sus sesenta y cinco años, esperó el telediario de la noche mientras sorbía una taza de té, la tercera en la última hora. Wally había ido a su habitación para echar una siesta, y rezó para que cuando se despertara la medicina hubiera obrado efecto y se sintiera mejor. Había tenido un mal día, atormentado por las voces que sólo él oía. Cuando volvían de la consulta del médico, había descargado un puñetazo sobre la radio del coche porque creyó que el locutor hablaba de él.
Al menos había podido hacerle entrar en casa antes de que Fran Simmons viera el estado de agitación en que se encontraba. Pero ¿qué le habría contado Marta sobre Wally?
Edna sabía que Marta nunca perjudicaría de manera intencionada a Wally, pero Fran Simmons era muy lista, y ya había empezado a hacer preguntas sobre la llave de repuesto de casa de Molly.
Ayer, Marta había visto a Wally coger la llave de casa de Molly del llavero de Edna, y le oyó decir que esta vez la devolvería. No dejes que Marta le haya dicho eso a Fran Simmons, rezó.
Su mente regresó a aquella horrible mañana en que había encontrado el cadáver del doctor Lasch, al miedo que había sentido cada vez que hablaban de una llave. Cuando la policía me interrogó sobre las llaves de la casa les di la que había sacado del escondite del jardín, recordó Edna. Esta mañana no encontré mi llave de la casa y tuve miedo de que Wally la hubiera cogido, un miedo que después resultó justificado. La idea de que la policía volviera a interrogarla sobre la llave la había aterrorizado, pero por suerte no lo habían hecho.
Edna se concentró en el televisor cuando empezaron las noticias. Estupefacta, oyó que Molly había sido detenida, acusada de asesinato, trasladada al palacio de justicia y liberada bajo una fianza de un millón de dólares hacía sólo unos minutos, para luego permanecer en arresto domiciliario. La cámara enfocó a Fran Simmons, que transmitía en directo desde el aparcamiento del Sea Lamp Diner de Rowayton. El aparcamiento todavía estaba acordonado con la cinta amarilla de la policía.
«Aquí fue donde Annamarie Scalli fue asesinada a puñaladas —estaba diciendo Fran—, un crimen por el que Molly Carpenter Lasch fue detenida esta tarde. Nos han informado que se hallaron rastros de la sangre de Annamarie Scalli en la suela de uno de los zapatos de Molly y en su coche».
—Mamá, ¿Molly está cubierta de sangre otra vez?
Edna se volvió y vio a Wally detrás de ella, con el pelo despeinado y los ojos brillantes de ira.
—No digas esas cosas, Wally —dijo, nerviosa.
—¿Te acuerdas de la estatua del caballo y el vaquero que cogí aquella vez?
—Wally, no hables de eso, por favor.
—Sólo quiero hablarte de eso, nada más —dijo Wally, malhumorado.
—Wally, no vamos a tocar ese tema.
—Pero todo el mundo habla de lo mismo, mamá. Ahora, en mi habitación todos estaban gritando en mi cabeza. Hablaban de la estatua. No era muy pesada para mí porque soy fuerte, pero era demasiado pesada para que Molly la levantara.
Las voces que le atormentaban habían regresado, pensó Edna, desolada. La medicina no hacía efecto.
Edna se levantó, se acercó a su hijo y le masajeó las sienes.
—Shhh —dijo para calmarle—. No hables más de Molly ni de la estatua. Ya sabes lo mal que te ponen esas voces, cariño. Prométeme que no dirás ni una palabra más sobre el doctor Lasch o Molly. ¿De acuerdo? Bien, ahora te tomarás otra pastilla.