El somnífero que el doctor Daniels prescribió a Molly fue muy eficaz. Lo tomó a las diez de la noche y durmió hasta las ocho de la mañana. Fue un sueño profundo y pesado, del cual despertó algo atontada pero como nueva.
Se puso una bata y preparó café y zumo. Su intención era subirse el desayuno a la cama, para luego analizar los acontecimientos, pero antes de llegar a la cocina comprendió que, antes que nada, debía ocuparse del desorden reinante en toda la casa.
Pese a que se habían esforzado por devolverlo todo a su sitio, la policía había cambiado la apariencia de la casa. Eran sutiles, pero Molly reconoció los cambios. Todo cuanto habían tocado estaba desordenado, fuera de sitio, alterado. La armonía de la casa, el recuerdo gratificante que había atesorado de ella durante aquellos días y noches pasados en la cárcel, había desaparecido, y debía ser restaurado.
Tras una rápida ducha, se puso tejanos, zapatillas y una vieja sudadera y se dispuso a trabajar. La tentación de llamar a la señora Barry para que le echara una mano se desvaneció enseguida. Es mi casa, se dijo Molly. Yo la ordenaré.
Tal vez haya perdido el control sobre mi vida, se desesperó mientras llenaba el fregadero con agua caliente y jabón líquido, pero aún conservo la suficiente entereza para poner manos a la obra.
No es que la casa esté llena de manchas horrorosas, sólo huellas de dedos y así, pensó mientras volvía a ordenar los platos y enderezaba las sartenes y ollas.
Que la policía entrara a saco en mi casa fue como una inspección sorpresa en mi celda, pensó. Recordó el sonido estridente de los pasos por el pasillo del pabellón del presidio, la orden de retirarse contra la pared y ver cómo destripaban su cama en busca de drogas.
No se dio cuenta de que estaba sollozando hasta que se frotó la mejilla con el dorso de la mano.
Hay otro motivo para alegrarme de que la señora Barry tenga el día libre, pensó: no he de disimular mis sentimientos. Puedo darles rienda suelta. El doctor Daniels me daría una matrícula de honor.
Estaba sacando brillo con cera a la mesa del vestíbulo, cuando Fran Simmons telefoneó a las nueve y media.
¿Por qué he accedido a comer con ella?, se preguntó Molly mientras colgaba. Pero sabía el motivo. Pese a las advertencias de Philip, quería decir a Fran que, por algún motivo, Annamarie Scalli había parecido asustada. Y no de mí, pensó. No tenía miedo de mí, aunque estaba convencida de que maté a Gary.
Oh, Dios mío, ¿por qué permites que me suceda esto?, preguntó en silencio mientras se derrumbaba en una butaca.
Oyó sus propios sollozos. Estoy tan sola, pensó, tan sola. Recordó lo que su madre le había dicho por teléfono el día anterior: «Querida, si estás bien, no vale la pena que vayamos todavía».
Quería oír a mamá decir que venían, pensó Molly. Les necesito ahora. Necesito que alguien me ayude.
El timbre de la puerta sonó a las diez y media. Caminó de puntillas hasta la puerta y esperó. No voy a contestar, pensó. Sea quien sea, pensará que no estoy en casa.
Entonces oyó una voz.
—Abre, Molly. Soy yo.
Molly abrió con un sollozo de alivio, y un momento después rompió a llorar desconsoladamente en brazos de Jenna.
—Mi querida amiga, mi mejor amiga —dijo Jenna con lágrimas de pena en sus ojos—. ¿En qué puedo ayudarte?
Molly consiguió lanzar una carcajada entre los sollozos.
—Haz retroceder el reloj doce años —dijo—, y no me presentes a Gary Lasch. Aparte de eso, no te separes de mí.
—¿Philip aún no ha llegado?
—Dijo que no sabía cuándo llegaría. Tenía que asistir a un juicio.
—Molly, llámale. Cal recibió un soplo. Encontraron rastros de la sangre de Annamarie Scalli en las botas que llevabas el domingo por la noche, y también en tu coche. Lo siento. Cal se ha enterado de que el fiscal pedirá tu detención.