—Molly no contesta al teléfono. Llévame a su casa, Lou.
Jenna, irritada e impaciente por no haber podido escapar de su despacho debido a una larga reunión celebrada durante la hora de comer, había cogido el tren de las dos y diez a Greenwich donde Lou Knox la esperaba en la estación, siguiendo sus instrucciones.
Lou entornó los ojos mientras miraba por el retrovisor. Como era consciente de su mal humor, sabía que no era el momento de llevar la contraria a Jenna, pero no tenía elección.
—Señora Whitehall, su marido quiere que vaya directamente a casa.
—Bien, pues es una pena, Lou. Mi marido tendrá que esperar. Llévame a casa de Molly y déjame allí. Si necesita el coche, ven a buscarme después, o llamaré a un taxi.
Estaban en el cruce. Un giro a la derecha les conduciría a casa de Molly. Lou puso el intermitente de la izquierda y obtuvo la reacción que sospechaba.
—Lou, ¿estás sordo?
—Señora Whitehall —dijo Lou, con tono cortés—, ya sabe que no puedo contrariar al señor Whitehall.
Sólo tú puedes hacerlo, pensó.
Cuando Jenna entró en casa, cerró la puerta con tal fuerza que todo el edificio se estremeció. Encontró a su marido sentado ante el escritorio de su despacho del segundo piso. Con lágrimas de indignación y voz temblorosa de furia por el trato arrogante que había recibido, Jenna se acercó al escritorio y se apoyó con las dos manos.
—¿Desde cuándo albergas la absurda idea de que ese lacayo lameculos tuyo puede decirme adónde puedo o no ir? —espetó a su marido.
Calvin Whitehall le devolvió la mirada con ojos gélidos.
—Ese «lacayo lameculos», como has llamado a Lou Knox, no tuvo otro remedio que obedecer mis órdenes. De modo que la discusión es conmigo, querida, no con él. Ojalá pudiera inspirar la misma devoción en todos mis colaboradores.
Jenna intuyó que había ido demasiado lejos y suavizó el tono.
—Lo siento, Cal, pero mi amiga más querida está sola. La madre de Molly me ha llamado esta mañana. Se ha enterado de lo de Annamarie Scalli y me suplicó que estuviera con Molly. No quiere que su hija lo sepa, pero el padre de Molly sufrió un ataque leve la semana pasada, y los médicos le han prohibido viajar. De lo contrario ya habrían acudido a su lado.
La ira abandonó el rostro de Calvin Whitehall cuando se levantó y rodeó el escritorio. Abrazó a su mujer y le musitó al oído:
—Parece que no nos entendemos, ¿eh, Jenna? No quise que fueras a casa de Molly porque recibí un soplo hace una hora. La oficina del fiscal ha conseguido una orden de registro, y también embargarán su coche. Así que ya ves, no le habrías sido de ninguna ayuda, y sería un desastre para la fusión si alguien tan importante como la señora de Calvin Whitehall fuera relacionada públicamente con Molly mientras prosiga la investigación. Más adelante dejaré que vayas a verla, por supuesto. ¿De acuerdo?
—¡Una orden de registro! ¿Por qué, Cal? —Se apartó de su marido y le miró.
—Por el motivo de que las pruebas circunstanciales contra Molly por la muerte de esa enfermera empiezan a ser abrumadoras. Mi fuente me ha dicho que están surgiendo a la luz más datos. Al parecer, la camarera del restaurante de Rowayton ha hablado con los fiscales y ha cargado las tintas sobre Molly. Además mi fuente posee más información. Por ejemplo, el billetero de Annamarie Scalli fue encontrado en el asiento, a su lado. Contenía varios cientos de dólares. Si el motivo hubiera sido el robo, lo habrían cogido. —Atrajo a su mujer y volvió a abrazarla—. Jen, tu amiga todavía es la chica que fue a la escuela contigo, la hermana que nunca tuviste. La quieres, claro, pero has de comprender que algo en su interior la ha impulsado a convertirse en una asesina.
El teléfono sonó.
—Debe de ser la llamada que estaba esperando —dijo Cal, mientras soltaba a Jenna y palmeaba su hombro.
Jenna sabía que, cuando Cal esperaba una llamada, era la señal de que debía dejarle solo y cerrar la puerta al salir.