Es estupendo volver a Nueva York, pensó Fran mientras miraba desde su despacho del Rockefeller Center. La sombría mañana, acompañada de aguanieve, había dado paso a una tarde fría y gris, pero aún así le gustaba lo que veía, le gustaba mirar a los patinadores vestidos de alegres colores, algunos tan gráciles, otros tan patosos que apenas podían tenerse en pie. La mezcla peculiar de los dotados y los perseverantes, pensó. Después, desvió la vista hacia Saks y observó la forma en que los escaparates de la tienda de la Quinta Avenida iluminaban la penumbra de marzo.
Las multitudes que a las cinco en punto salieron de los edificios de oficinas le ratificaron que, al final del día, los neoyorquinos, como los habitantes de todo el mundo, volvían corriendo a casa.
Yo también puedo marcharme a casa, decidió, mientras cogía el chaquetón. Había sido un día muy largo, y aún no había terminado. Tenía una emisión a las 18.40 para dar la última hora sobre la liberación de Molly Lasch. Después podría marcharse a casa. Ya estaba enamorada de su apartamento de la Segunda Avenida con la Cincuenta y seis, con sus vistas a los rascacielos del centro y al río East. No obstante, volver a las cajas todavía sin abrir, sabiendo que tarde o temprano debería aliviarlas de su contenido, era desalentador.
Al menos su despacho estaba en orden, intentó consolarse. Los libros estaban desempaquetados y a su alcance, en las estanterías de detrás del escritorio. Las plantas alegraban la monotonía de los típicos muebles de oficina que le habían destinado. Reproducciones de pintores impresionistas prestaban colorido a las insípidas paredes beige.
Cuando Ed Ahearn y ella habían llegado a la oficina aquella mañana, había ido a ver a Gus Brandt.
—Dejaré pasar una o dos semanas, y luego intentaré concertar una cita con Molly —explicó tras comentar con él las inesperadas declaraciones de Molly Lasch a la prensa.
Gus había masticado vigorosamente el chicle de nicotina que no le proporcionaba el menor alivio en su campaña personal antitabaco.
—¿Cuáles son las probabilidades de que sea sincera contigo? —preguntó.
—No lo sé. Me quedé a un lado cuando Molly hizo la declaración pero estoy convencida de que me vio. No sé si me reconoció. Sería estupendo conseguir su colaboración para el reportaje. De lo contrario tendré que hacerlo sin su ayuda.
—¿Qué opinas de esa declaración?
—En directo, yo diría que Molly fue muy convincente cuando insinuó que había alguien más en la casa aquella noche, pero creo que es una patraña. Algunas personas la creerán, por supuesto, y tal vez su auténtica necesidad sea crear esa sensación de duda. ¿Si hablará conmigo? Pues no lo sé.
Pero albergo esperanzas, pensó Fran, recordando aquella conversación mientras corría por el pasillo a la sala de maquillaje.
Cara, la maquilladora, colocó una toalla alrededor de su cuello. Betts, la peluquera, puso los ojos en blanco.
—Fran, no me atormentes. ¿Has dormido esta noche con tu gorro de esquiar?
Fran sonrió.
—No. Sólo me lo he puesto esta mañana. Obrad un milagro entre ambas.
Mientras Cara aplicaba base de maquillaje y Betts conectaba las tenacillas de rizar el pelo, Fran cerró los ojos y pensó en su frase inicial: «Esta mañana, a las siete y media, las puertas de la prisión de Niantic se abrieron, y Molly Carpenter Lasch bajó por el camino de acceso para realizar una declaración breve pero sorprendente a la prensa».
Cara y Betts trabajaron a la velocidad de la luz, y Fran estuvo preparada pocos minutos después para hacer frente a la cámara.
—Como nueva —confirmó mientras se examinaba en el espejo—. Lo habéis conseguido otra vez.
—Fran, todo está ahí. Lo único que pasa es que tu colorido es monocromático —explicó Cara con tono paciente—. Es necesario destacarlo.
Destacarlo, pensó Fran. Lo último que necesitaba. Siempre me destaqué. La niña más bajita de la guardería. La chica más baja de octavo. El cacahuete. Había crecido de sopetón durante su primer año en Cranden y conseguido un respetable metro sesenta y dos.
Cara le quitó la toalla.
—Estás genial —anunció—. Déjales patidifusos.
Tom Ryan, un veterano presentador, y Lee Manners, una ex mujer del tiempo muy atractiva, eran los presentadores del telediario de la seis. Al final del programa, mientras se quitaban los micros y se levantaban, Ryan comentó:
—Muy bueno tu reportaje sobre Molly Lasch, Fran.
—Te llaman, Fran. Cógela por la cuatro —indicó una voz desde la sala de control.
Para sorpresa de Fran, era Molly Lasch.
—Fran, creí reconocerte esta mañana en la prisión. Me alegro de que fueras tú. Gracias por el reportaje que acabas de emitir. Al menos no lo das todo por sentado sobre la muerte de Gary.
—Bien, la verdad es que quiero creerte, Molly. —Fran se dio cuenta de que había cruzado los dedos.
La voz de Molly adquirió un timbre vacilante.
—Me pregunto si te interesaría investigar la muerte de Gary. A cambio, permitiría que tu cadena me dedicara un programa. Mi abogado me ha dicho que han llamado casi todas las cadenas, pero preferiría ir con alguien a quien conozco y en quien puedo confiar.
—No te quepa duda de que me interesa mucho, Molly. De hecho, pensaba llamarte para eso.
Acordaron encontrarse a la mañana siguiente en casa de Molly, en Greenwich. Cuando Fran colgó el auricular, miró a Tom Ryan con las cejas enarcadas.
—Reunión de clase mañana —dijo—. Podría ser interesante.