Tom Serrazzano, ayudante del fiscal del distrito, no había intervenido en el caso de Molly Carpenter Lasch, pero siempre lo había lamentado. Para él, no cabía duda de que la mujer era culpable, y debido a quién era había recibido el mejor trato posible: sólo cinco años y medio por asesinar a su marido.
Tom estaba en funciones cuando Molly fue juzgada, y se quedó anonadado cuando el fiscal aceptó una condena leve a cambio de la confesión voluntaria. Creía que todo fiscal digno de ese cargo habría continuado el juicio y buscado la condena por asesinato en primer grado.
Le molestaba en especial que los culpables tuvieran dinero y buenos contactos, como Molly Carpenter Lasch.
Tom, al que faltaba poco para cumplir los cincuenta, había dedicado toda su carrera legal a la defensa de la ley. Después de hacer oposiciones a juez, había entrado en la oficina del fiscal del distrito, y al cabo de cierto tiempo se había ganado fama de fiscal duro.
El lunes por la mañana, el asesinato de una joven, identificada al principio como Annamarie Sangelo, vecina de Yonkers, adquirió un nuevo significado cuando la investigación reveló que su verdadero nombre era Annamarie Scalli, la «otra mujer» en el caso del doctor Gary Lasch.
La declaración de la camarera del Sea Lamp Diner, sobre todo cuando describió a la mujer con quien la Scalli se había citado, convenció a Serrazzano. Para él, ya era un caso cerrado.
—Sólo que esta vez no aceptaremos una confesión voluntaria —dijo a los detectives que trabajaban en el caso.