Annamarie Scalli había accedido a encontrarse con Molly a las ocho en un restaurante de Rowayton, una ciudad situada a quince kilómetros al noreste de Greenwich. Ella había sugerido el lugar y la hora.
—No es elegante, y está muy tranquilo los domingos, sobre todo a esa hora —había dicho—. Estoy segura de que no queremos toparnos con algún conocido.
A las seis (demasiado pronto, y lo sabía) Molly estaba preparada para marcharse. Se había cambiado dos veces de ropa, tras haberse sentido demasiado elegante con el traje negro que se puso primero, y demasiado informal en tejanos. Por fin, se decidió por pantalones azul oscuro y un jersey blanco de cuello cisne. Se recogió el pelo en un moño, y recordó que a Gary le gustaba que lo llevara de esa forma, sobre todo por los mechones que escapaban y caían sobre su cuello y orejas. Decía que le daban un aspecto muy natural. «Siempre tienes un aspecto perfecto, Molly —solía decirle—. Perfecta, elegante, refinada. Consigues que unos tejanos y una sudadera parezcan un traje de noche».
En aquel tiempo, pensaba que se burlaba de ella. Ahora, ya no estaba tan segura. Era lo que necesitaba averiguar. Los maridos hablan de sus esposas a sus amiguitas, pensó. He de saber lo que Gary contó de mí a Annamarie Scalli. Además quiero preguntarle qué hacía la noche en que Gary murió. Al fin y al cabo, tenía muy buenos motivos para estar furiosa con él, igual que yo. Lo sé por la forma en que habló con él por teléfono.
A las siete, Molly decidió que ya era una hora razonable para salir hacia Rowayton. Cogió el impermeable y ya se dirigía hacia la puerta cuando, de pronto, volvió a su dormitorio, cogió una sencilla bufanda azul y unas grandes gafas de sol Cartier, de un estilo que estaba de moda seis años antes. Bien, al menos me proporcionarán la sensación de ir disfrazada, pensó.
En otro tiempo, el garaje con capacidad para tres coches había albergado su BMW descapotable, el Mercedes sedán de Gary, y la furgoneta negra que él había comprado dos años antes de su muerte. Molly recordó su sorpresa cuando Gary apareció un día con el vehículo.
—No pescas, no cazas y no irías ni loco de camping. El maletero del Mercedes es gigantesco, y en él caben sin problema tus palos de golf. ¿Para qué quieres la furgoneta?
En aquel momento no se le ocurrió que, para sus propósitos particulares, Gary deseara un vehículo parecido a docenas de otras furgonetas de la zona.
Después de la muerte de Gary, el primo de éste se encargó de vender los coches. Cuando Molly fue a la cárcel, había pedido a sus padres que vendieran el suyo. En cuanto le concedieron la libertad condicional, le compraron un coche nuevo para celebrarlo, un sedán azul oscuro que ella había elegido en los folletos de publicitarios que le enviaban.
Había echado un vistazo al coche el primer día que llegó a casa, pero ahora subió en él por primera vez, y disfrutó del olor a nuevo. Hacía casi seis años que no conducía, y de repente se le antojó que la sensación de la llave de encendido en su mano era muy liberadora.
La última vez que había conducido fue el domingo que regresó de Cape Cod. Con las manos en el volante, Molly reprodujo en su mente aquel trayecto. Agarraba el volante con tanta fuerza que las manos me dolían, recordó mientras salía del garaje en marcha atrás, y después utilizó el control remoto para cerrar la puerta. Bajó poco a poco por el camino de acceso hasta salir a la calle. En circunstancias normales habría guardado el coche en el garaje, pero recuerdo que aquella noche paré delante de la casa y lo dejé allí. ¿Por qué lo hice?, se preguntó, mientras se esforzaba por recordar. ¿Porque llevaba la maleta, y así no tendría que cargar con ella tanto trecho?
No; fue porque estaba desesperada por hablar con Gary. Iba a hacerle las mismas preguntas que voy a formular a Annamarie Scalli ahora. Necesitaba saber qué sentía por mí, por qué se ausentaba con tanta frecuencia, por qué, si no era feliz en nuestro matrimonio, no se había sincerado conmigo, en lugar de dejarme desperdiciar tanto tiempo y energías en intentar ser una buena esposa.
Molly sintió que el resentimiento recorría su cuerpo. ¡Basta!, se dijo.
Annamarie Scalli llegó al Sea Lamp Diner a las siete y veinte. Sabía que era ridículamente temprano para su encuentro con Molly Lasch, pero deseaba ser la primera en llegar. No asimiló la impresión de hablar en persona con Molly, de que hubiera descubierto su paradero, hasta después de acceder a la cita.
Su hermana Lucy se había opuesto con todas sus fuerzas al encuentro.
—Annamarie, esa mujer estaba tan rabiosa contigo que mató a golpes a su marido —había dicho—. ¿Qué te hace pensar que no te atacará? El mismo hecho de que quizá diga la verdad cuando afirma que no recuerda haberle matado revela que es un caso clínico. Y tú siempre has tenido miedo porque sabías demasiado sobre lo que pasaba en el hospital. ¡No vayas!
Las hermanas habían discutido toda la noche, pero Annamarie estaba decidida. Había razonado que, como Molly Lasch la había localizado, sería mejor encontrarse con ella en un restaurante que correr el riesgo de que se presentara en su casa de Yonkers, o de que la acosara mientras intentaba cuidar de sus pacientes.
Una vez en el restaurante, Annamarie se encaminó al reservado de un rincón, al fondo de la larga y estrecha sala. Unas pocas personas estaban sentadas a la barra, con expresión cabizbaja. Igual de hosca estaba la camarera, que se molestó cuando Annamarie rechazó la mesa de la entrada en la que había intentado acomodarla.
El ambiente deprimente del restaurante no hizo más que aumentar la sensación de abatimiento que la había embargado durante el largo trayecto desde Buffalo. La fatiga se iba adueñando de su cuerpo. Estoy segura de que por eso me siento tan deprimida, se dijo sin demasiada convicción, mientras bebía el café tibio que la camarera le había servido con brusquedad.
Sabía que el problema era debido en gran parte a la discusión sostenida con su hermana. Aunque quería mucho a su hermana, Lucy no era tímida a la hora de herirla donde más dolía, y su letanía de «ojalás» la había afectado al fin.
—Annamarie, ojalá te hubieras casado con Jack Morrow. Como decía mamá, era uno de los hombres más bondadosos que jamás han calzado zapatos de piel. Estaba loco por ti. Y era médico, y muy bueno. ¿Recuerdas que la señora Monahan vino a vernos aquel fin de semana que le trajiste aquí? Jack dijo que no le gustaba su color. Si él no la hubiera convencido de hacerse aquellas pruebas y no hubieran descubierto el tumor, hoy no estaría viva.
Annamarie había dado la misma respuesta que repetía desde hacia casi seis años.
—Escucha, Lucy, Jack sabía que no estaba enamorada de él. Tal vez en otras circunstancias habría podido quererle. Tal vez la relación habría funcionado si las cosas hubieran sido diferentes, pero no era así. Yo era muy joven y acababa de obtener mi primer empleo. Empezaba a vivir. No estaba preparada para el matrimonio. Jack lo comprendió.
Annamarie recordó que, la semana anterior al asesinato de Jack, se había peleado con Gary. Iba hacia el despacho de Gary, pero voces airadas la detuvieron en la sala de recepción.
—El doctor Morrow está reunido con el doctor Lasch —había susurrado la secretaria—. Está muy disgustado. No se por qué, pero imagino que por lo de siempre: el tratamiento previsto para un paciente ha sido rechazado.
Recuerdo que en aquel momento me aterrorizó la posibilidad de que discutieran por mí, pensó Annamarie. Huí antes de que Jack me viera allí. Estaba segura de que lo había descubierto.
Pero más tarde, cuando Jack la detuvo en el pasillo, no había dado muestras de estar irritado con ella. En cambio, le preguntó si iría a ver a su madre pronto. Cuando Annamarie contestó que pensaba ir dentro de dos fines de semana, dijo que iba a fotocopiar un expediente muy importante, y le pidió que guardara la copia en el desván de su madre.
Me sentí tan aliviada de que no hubiera descubierto lo nuestro, y tan torturada por lo que sabía del hospital, que ni siquiera tuve curiosidad por saber qué contenía el expediente, pensó Annamarie. Dijo que me lo entregaría pronto, y me hizo prometer que no se lo contaría a nadie. Pero no me lo dio nunca, y una semana más tarde estaba muerto.
—¿Annamarie?
Sobresaltada, levantó la vista. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no había visto entrar a Molly Lasch. Un vistazo a la otra mujer bastó para que se sintiera gorda y falta de atractivo. Las gafas de sol no conseguían ocultar las facciones exquisitas de Molly. Las manos que desanudaron el cinturón del abrigo eran largas y esbeltas. Cuando se quitó el pañuelo de seda de la cabeza, su cabello era más oscuro de lo que Annamarie recordaba, pero todavía bonito y terso.
Molly estudió a Annamarie mientras tomaba asiento frente a ella. No es como me esperaba, pensó. La había visto en el hospital varias veces, y recordaba que era muy bonita, con una figura provocativa y una masa de cabello oscuro. Pero no había nada provocativo en aquella mujer vestida con sencillez. Llevaba el pelo corto, y aunque su cara todavía era bonita, estaba un poco hinchada. Había ganado varios kilos, pero sus ojos eran adorables, castaño intenso con pestañas oscuras, si bien su expresión era de desdicha y miedo.
Me tiene miedo, pensó Molly, sorprendida de causar ese efecto en alguien.
La camarera se acercó, esta vez más cordial. Annamarie comprendió que Molly la había impresionado.
—Un té con limón, por favor —pidió ésta.
—Y más café para mí, si no le importa —añadió Annamarie cuando la camarera se volvía.
Molly esperó a que estuvieran solas para hablar.
—Me alegro de que accediera a reunirse conmigo. Sé que esto ha de resultarle tan violento como a mí, pero prometo que no la retendré demasiado, y creo que podrá ayudarme si es sincera conmigo.
Annamarie asintió.
—¿Cuándo empezó su relación con Gary?
—Un año antes de que muriera. Un día, mi coche no se puso en marcha y él me llevó a casa. Entró para tomar una taza de café. —Miró sin pestañear a Molly—. Sabía que deseaba acostarse conmigo. Una mujer siempre se da cuenta de esas cosas, ¿verdad? —Hizo una pausa y se miró las manos—. La verdad es que me gustaba, y se lo puse fácil.
Deseaba acostarse con ella, pensó Molly. ¿Fue la primera? No, probablemente no. ¿La décima? Nunca lo sabría.
—¿Había mantenido relaciones con otras enfermeras?
—No que yo sepa, pero sólo llevaba trabajando unos meses en el hospital cuando empezó lo nuestro. Insistió en la necesidad de una discreción absoluta, lo cual me iba bien. Procedo de una familia italiana muy católica, y a mi madre le hubiera dado un ataque de llegar a saber que salía con un hombre casado.
»Señora Lasch, quiero que sepa…
Annamarie se interrumpió cuando la camarera regresó con el té y más café. Annamarie observó que no dejaba con brusquedad la taza delante de Molly.
Cuando la camarera se alejó, continuó.
—Señora Lasch, quiero que sepa que lamento profundamente lo sucedido. Sé que destruí su vida. Acabó con la vida del doctor Lasch. Renuncié a mi hijo porque deseaba que empezara su vida con un padre y una madre que pudiesen proporcionarle un hogar feliz. Tal vez algún día, cuando sea adulto, querrá verme. Confío en que usted sea capaz de comprenderme, incluso de perdonarme. Puede que usted acabara con la vida de su padre, pero mis actos desencadenaron esta tragedia.
—¿Sus actos?
—Si no me hubiera liado con el doctor Lasch, nada de esto habría sucedido. Si no le hubiera telefoneado a casa, quizá usted nunca se habría enterado.
—¿Por qué le llamó a casa?
—Bien, para empezar, me dijo que usted y él estaban hablando de divorciarse, pero no quería que usted supiera que había otra mujer de por medio. Dijo que le complicaría el divorcio, y que usted se pondría celosa y vengativa.
¿Eso decía mi marido a su amiguita de mí?, pensó Molly. ¿Dijo que estábamos hablando de divorciarnos, que yo era celosa y vengativa? ¿Ése era el hombre por cuyo asesinato fui a la cárcel?
—Dijo que había sido una suerte que usted perdiese el niño. Dijo que un niño sólo serviría para complicar la ruptura.
Molly guardó un silencio estupefacto. Santo Dios, ¿era posible que Gary hubiera dicho eso?, pensó. ¿Dijo que era una suerte que yo hubiera perdido el niño?
—Pero cuando le dije que estaba embarazada, se asustó. Dijo que me deshiciera del bebé. Dejó de verme y ni siquiera me saludaba en el hospital. Su abogado me telefoneó y me ofreció un acuerdo, siempre que yo firmara una declaración jurada de que no iba a divulgar los hechos. Llamé a su casa porque tenía que hablar con él. Estaba desesperada. Quería hablar con él de si quería o no responsabilizarse del niño. En aquel momento no era mi intención cederlo en adopción.
—Y yo descolgué el otro teléfono y oí la conversación.
—Ya.
—¿Mi marido habló alguna vez de mí con usted, Annamarie? Aparte de decir que estábamos hablando de divorciarnos, claro.
—Sí.
—Cuénteme qué le dijo, se lo ruego. He de saberlo.
—Ahora comprendo que sólo me contó de usted lo que yo deseaba oír.
—De todos modos, me gustaría saber qué fue.
Annamarie vaciló y miró a los ojos a la mujer sentada frente a ella, una mujer a la que primero había despreciado y después odiado, pero por la cual empezaba a sentir compasión.
—La consideraba una esposa aburrida.
Una esposa aburrida, pensó Molly. Por un momento creyó estar otra vez en la cárcel, cuando tomaba comida insípida, oía el ruido de las cerraduras y pasaba noche tras noche en vela.
—Como marido, y como médico, no valía el precio que usted pagó por matarle, señora Lasch —musitó Annamarie.
—Annamarie, usted cree que maté a mi marido, pero yo no estoy tan segura. La verdad es que no sé qué pasó. No sé si, pese a mis esfuerzos, algún día recordaré todo lo ocurrido aquella noche. Dígame, ¿dónde estaba usted aquel domingo por la noche?
—En mi apartamento, haciendo la maleta.
—¿Había alguien con usted?
Las pupilas de Annamarie se dilataron.
—Señora Lasch, pierde el tiempo si ha venido aquí con el propósito de insinuar que tuve algo que ver con la muerte de su marido.
—¿Sabe de alguien que tuviera motivos para matarle? —Molly percibió el sobresalto en los ojos de la otra mujer—. Annamarie, usted teme algo. ¿Qué es?
—No temo nada y no sé nada más. Escuche, debo marcharme.
Annamarie se dispuso a levantarse.
Molly la retuvo por la muñeca.
—Annamarie, en esa época apenas tenía veinte años. Gary era un hombre sofisticado. Nos engañó a las dos, y ambas teníamos motivos para estar furiosas, pero no creo que yo le matara. Si tiene motivos para pensar que otra persona estaba resentida con él, dígame quién es, se lo ruego. Al menos me concedería un punto de partida. ¿Se peleó con alguien?
—Sí. Con el doctor Jack Morrow.
—¿Morrow? Pero si murió antes que Gary.
—Sí, y antes de morir el doctor Morrow se comportaba de una manera extraña. Me pidió que le guardara una copia de un expediente. Le asesinaron antes de que me la entregara. —Annamarie liberó su mano—. Señora Lasch, ignoro si mató o no a su marido, pero si no lo hizo, no debería ir por ahí haciendo preguntas.
Annamarie casi tropezó con la camarera, que volvía por si querían algo más. Molly pidió la cuenta y pagó a toda prisa. Cogió su abrigo, ansiosa por alcanzar a Annamarie. Conque una esposa aburrida, pensó airada, mientras salía del restaurante.
De regreso a Greenwich, Molly repasó su breve conversación con Annamarie Scalli. Sabe algo que no quiere decirme, pensó. Es como si tuviera miedo. Pero ¿de qué?
Aquella noche, Molly miró con incredulidad la noticia de portada del telediario de la CBS de las once, referente al cadáver recién descubierto de una mujer no identificada que había sido apuñalada en su coche, en el aparcamiento del Sea Lamp Diner de Rowayton.