No hay nada como un domingo por la mañana en Manhattan, decidió Fran cuando abrió la puerta del apartamento a las siete y media y encontró el grueso Times dominical esperándola. Preparó zumo, café y una madalena, se acomodó en su butacón, plantó los pies sobre la otomana y hojeó la primera sección del periódico. Pocos minutos después lo dejó, a sabiendas de que le interesaba muy poco lo que había leído.
—Estoy preocupada —dijo en voz alta, y luego se recordó que era una mala costumbre hablar sola.
No había dormido bien, y estaba segura de que su insomnio tenía relación con la críptica declaración de Molly de que tal vez tendría noticias interesantes para ella. ¿Qué clase de noticias podían ser «interesantes»?, se preguntó.
Si Molly está llevando a cabo una especie de investigación privada, podría meterse en problemas. Se levantó, se sirvió una segunda taza de café y volvió a la butaca, esta vez para leer la transcripción del juicio de Molly.
Examinó la transcripción durante la siguiente hora, línea por línea. Había el testimonio de los primeros policías que llegaron al lugar de los hechos, así como la del forense. A continuación constaba el testimonio de Peter Black y de los Whitehall, en el que describían su último encuentro con Gary Lasch, pocas horas antes de su muerte.
Había sido muy difícil arrancar a Jenna algo negativo, pensó Fran mientras leía su declaración.
FISCAL: ¿Habló con la acusada durante la semana anterior a la muerte de su marido, mientras estaba en su casa o en Cape Cod?
JENNA: Sí.
F.: ¿Cómo definiría su estado emocional?
J.: Triste. Estaba muy triste.
F.: ¿Estaba furiosa con su marido, señora Whitehall?
J.: Estaba disgustada.
F.: No ha contestado a mi pregunta. ¿Estaba Molly Carpenter Lasch furiosa con su marido?
J.: Sí, yo diría que sí.
F.: ¿Expresó una gran furia hacia su marido?
J.: ¿Le importa repetir la pregunta?
F.: Desde luego. ¿Su señoría querría ordenar a la testigo que conteste sin ambigüedades?
JUEZ: Se ordena a la testigo que conteste sin ambigüedades.
F.: Señora Whitehall, durante sus conversaciones telefónicas con Molly Carpenter Lasch en la semana anterior a la muerte de su marido, ¿expresó una gran cólera hacia él?
J.: Sí.
F.: ¿Conocía los motivos de que Molly Carpenter Lasch estuviera furiosa con su marido?
J.: Al principio no. Se lo pregunté, pero no me lo dijo. Lo hizo el domingo por la tarde.
Cuando leyó el testimonio de Calvin Whitehall, Fran decidió que, de manera intencionada o no, había sido un testigo muy perjudicial. El fiscal del estado debió ponerse a dar saltitos de alegría, pensó.
FISCAL: Señor Whitehall, usted y el doctor Peter Black visitaron al doctor Gary Lasch la tarde del domingo 18 de abril. ¿Correcto?
CALVIN WHITEHALL: Sí, en efecto.
F.: ¿Cuál fue el propósito de su visita?
C. W.: El doctor Black me había dicho que estaba muy preocupado por Gary. Lo había visto muy atribulado durante toda la semana, de modo que decidimos ir a verle.
F.: Cuando dice «decidimos», se refiere a…
C. W.: Al doctor Peter Black y a mí.
F.: ¿Qué pasó cuando llegaron a su casa?
C. W.: Fue sobre las cinco de la tarde. Gary nos condujo hasta el salón. Había preparado una bandeja con queso y galletas, y abrió una botella de vino. Nos sirvió una copa a cada uno y dijo: «Lamento decirlo, pero ha llegado el momento de confesarlo». Después, admitió que había mantenido relaciones con una enfermera del hospital llamada Annamarie Scalli, y que ella estaba embarazada.
F.: ¿Estaba preocupado el doctor Lasch por la previsible reacción de ustedes?
C. W.: Por supuesto. Esa enfermera tenía poco más de veinte años. Temíamos las consecuencias. Una denuncia por acoso sexual, por ejemplo. Al fin y al cabo, Gary era el director del hospital. El apellido Lasch, gracias a la herencia de su padre, es un símbolo de integridad que, por supuesto, abarca al hospital y a Remington Health Management. Nos preocupaba mucho la posibilidad de que un escándalo alterara esa imagen.
Fran continuó leyendo la transcripción del juicio durante otra hora. Cuando la dejó, se frotó la frente, para mitigar el dolor de cabeza que se estaba gestando.
Da la impresión de que Gary Lasch y Annamarie Scalli llevaron su relación muy en secreto, pensó. Lo que se desprende de esto es la gran sorpresa de Molly, Peter Black, los Whitehall y sus conocidos más íntimos cuando se enteraron.
Recordó la expresión de estupor de Susan Branagan, la voluntaria de la cafetería del hospital. Afirmó que todo el mundo había dado por sentado que Annamarie Scalli estaba enamorada del simpático doctor Morrow.
Jack Morrow, que había sido asesinado pocos días antes que Gary Lasch, se recordó Fran.
Eran las diez. Pensó en ir a correr, pero hoy no le apetecía. Miraré la cartelera, pensó. Me atizaré una peli, como decía papá.
El teléfono sonó justo cuando abría la sección de espectáculos del periódico, con el fin de localizar la película adecuada, en el cine adecuado y a la hora adecuada.
Era Tim Mason.
—Sorpresa —dijo—. Espero no molestarte. He llamado a Gus, y me ha dado tu número de teléfono.
—En absoluto. Si se trata de una entrevista sobre deportes, aunque he vivido en California durante catorce años, los Yankees es mi equipo favorito. También quiero que reconstruyan Ebbets Field. Y debo añadir que, entre los Giants y los Jets, la cosa está difícil, pero si debo elegir ante un altar, me quedaría con los Giants.
Mason rió.
—Me gustan las mujeres que saben tomar decisiones. De hecho, he llamado para saber si no tenías nada mejor que hacer y accederías a tomar el brunch conmigo en Neary's.
El restaurante Neary's estaba justo en la esquina del apartamento de Fran, en la calle Cincuenta y siete.
Fran cayó en la cuenta de que no sólo estaba sorprendida, sino muy complacida por la invitación. Cuando se conocieron, había lamentado leer en los ojos de Mason que sabía quién era ella y quién había sido su padre, pero después se había dicho que debía esperar tal reacción. No era culpa de Fran que él conociera los antecedentes delictivos de su padre.
—Gracias. Me gustaría mucho —contestó.
—¿A mediodía?
—Fantástico.
—No te vistas de largo, por favor.
—No pensaba hacerlo. Día de descanso y todo eso.
Después de colgar, Fran habló en voz alta por segunda vez aquella mañana.
—¿De qué va este rollo? Apesta al tipo de cita pasado de moda.
Fran llegó a Neary's y encontró a Tim Mason conversando con el camarero. Vestía un niki, una chaqueta de pana verde oscuro y pantalones color tostado. Llevaba el pelo desgreñado, y la chaqueta estaba fría cuando le tocó el brazo.
—Tengo la sensación que has cogido un taxi —dijo cuando él se volvió.
—No me gusta abrocharme el cinturón de seguridad —dijo Tim—. He venido a pie. Me alegro de verte, Fran.
Sonrió.
Fran calzaba botas hasta el tobillo de tacones bajos, y se dio cuenta de que se sentía como en primer grado: bajita.
Un sonriente Jimmy Neary les condujo hasta una de sus cuatro mesas rinconeras, lo cual reveló a Fran que Tim Mason debía de ser un cliente habitual. Durante las semanas transcurridas desde que se había instalado en Nueva York, había ido una vez al local, con una pareja de su edificio de apartamentos. También les habían dado una mesa rinconera, y ellos le habían explicado el significado de ese gesto.
Mientras tomaban un par de bloody-mary, Tim habló de sí mismo.
—Mis padres se fueron de Greenwich cuando se divorciaron. Fue el año posterior a la universidad, cuando yo ya trabajaba para el Greenwich Time. El director me llamaba aprendiz de periodista, pero en realidad era el chico de los recados. Fue la última vez que viví allí.
—¿Cuántos años hace de eso? —preguntó Fran.
—Catorce.
Fran efectuó unos rápidos cálculos mentales.
—Por eso reconociste mi apellido cuando nos conocimos. Sabías lo de mi padre.
Tim se encogió de hombros.
—Sí.
Esbozó una sonrisa de disculpa.
La camarera les entregó la carta, pero los dos pidieron huevos Benedict sin consultarla. Cuando la camarera se alejó, Tim bebió un sorbo de su bloody-mary.
—No me lo has pedido, pero voy a contarte la historia de mi vida, que te resultará particularmente fascinante, pues es evidente que sabes de deportes.
No somos muy diferentes, pensó Fran mientras escuchaba a Tim hablar de su primer trabajo, la retransmisión de los juegos de las escuelas secundarias de una pequeña ciudad en el norte del estado de Nueva York. Después, Fran le contó que había hecho prácticas en una localidad cercana a San Diego, donde el acontecimiento más emocionante era el pleno del ayuntamiento.
—Cuando empiezas, aceptas el primer trabajo que cae —dijo, y él asintió.
Tim también era hijo único, pero al contrario que ella no tenía hermanastros.
—Después del divorcio, mi madre se trasladó a Bronxville —explicó—. Era la ciudad donde tanto ella como mi padre se habían criado. Compró una casa en la ciudad. ¿Y sabes qué? Mi padre compró una en la misma urbanización. Nunca se llevaron bien cuando estuvieron casados, pero ahora salen a menudo, y en vacaciones vamos a casa de él a tomar el aperitivo y a casa de ella a comer. Al principio me quedé perplejo, pero parece que ese sistema les va de maravilla.
—Bueno, me complace decir que mi madre es muy feliz, y con buenos motivos —dijo Fran—. Se volvió a casar hace ocho años. Supuso que yo regresaría a Nueva York tarde o temprano, y sugirió que adoptara el apellido de mi padrastro. Ya sabes la publicidad que hubo por lo de mi padre.
Tim asintió.
—Sí. ¿Estuviste tentada de hacerlo?
Fran dobló y desdobló su servilleta.
—No, nunca.
—¿Estás segura de que es una decisión prudente llevar a cabo investigaciones para un programa centrado en Greenwich?
—Es probable que no, pero ¿por qué lo preguntas?
—Fran, anoche asistí en Greenwich al funeral de una mujer que había conocido cuando era adolescente. Murió de un ataque de corazón en el hospital Lasch. Su hijo es amigo mío, y está furioso. Por lo visto, no hicieron todo lo posible por salvarla, y él piensa que, aprovechando las circunstancias, deberías investigar el tratamiento que reciben los pacientes en el hospital.
—¿Se pudo hacer algo más por su madre?
—No lo sé. Tal vez estaba loco de dolor, pero no me sorprendería que tuvieras noticias de él. Se llama Billy Gallo.
—¿Y por qué querría llamarme precisamente a mí?
—Porque oyó que te habían visto en la cafetería del Lasch el viernes. Apuesto a que toda la ciudad lo sabe ya.
Fran meneó la cabeza, incrédula.
—No sabía que había salido tanto en la tele para que la gente me reconociera. Lo siento. —Se encogió de hombros—. La verdad es que conseguí una información interesante, hablando con una voluntaria en la cafetería. Supongo que se habría cerrado en banda de haber sabido que era periodista.
—¿Tu visita estaba relacionada con el programa que estás preparando sobre Molly Lasch?
—Sí, pero más que nada para reunir información básica —dijo—, pero no quería ahondar más en el tema. Tim, ¿conoces a Joe Hutnik, del Greenwich Time?
—Sí. Joe ya trabajaba allí cuando yo entré. Un buen tipo. ¿Por qué lo preguntas?
—Joe no tiene muy buena opinión sobre las HMO en general, pero por lo visto cree que Remington Health Management no es peor que las demás.
—Bien, Billy Gallo no piensa lo mismo. —Advirtió preocupación en el rostro de Fran—. Descuida. Es un tipo muy simpático, aunque ahora está muy disgustado.
Mientras despejaban la mesa y servían el café, Fran paseó la vista alrededor. Casi todas las mesas estaban ocupadas, y un murmullo risueño reinaba en el local. Tim Mason es un chico muy agradable, pensó. Su amigo quizá me llame, o quizá no. El auténtico mensaje de Tim es que la atención de Greenwich está centrada en mí, y que los viejos chismes y chistes sobre la muerte de mi padre van a resucitar.
Fran no captó la mirada compasiva de Tim, ni fue consciente de que la expresión de sus ojos recordaban al periodista la imagen de la adolescente desolada por la muerte de su padre.