No sé por qué lo he permitido, pensó Molly mientras dejaba una bandeja con queso y galletas sobre la mesa del salón. Ver a Cal y a Peter Black juntos, allí, la trastornaba hasta extremos que no había imaginado. La serenidad, el consuelo que experimentaba por estar en su casa se habían esfumado de repente. Era como si hubieran violado su intimidad. Ver a los dos hombres allí le traía recuerdos de las numerosas ocasiones en que se habían reunido con Gary en su estudio. Los tres pasaban horas allí dentro. Los demás miembros de la junta de Remington Health Management eran simples convidados de piedra.
Durante los últimos días, la casa le había parecido diferente de como la recordaba. Era como si los cinco años y medio pasados en la cárcel hubieran cambiado su percepción de la vida.
Antes de que Gary muriera, creía que era feliz, pensó Molly. Creía que aquella desazón desgarradora era consecuencia de mi frustración por no tener hijos.
Ahora sentía que aquel conocido abatimiento volvía a apoderarse de ella. Adivinó que Jenna había notado su cambio de humor y estaba preocupada. Jenna la había seguido hasta la cocina, insistido en cortar el queso en tacos, dispuesto las galletas en la bandeja y doblado las servilletas.
Después de ser tan brusco por teléfono, daba la impresión de que Peter Black se esforzaba por ser agradable. Cuando entró, la besó en ambas mejillas y apretó su mano. Su mensaje era claro: vamos a olvidar esta terrible tragedia.
¿De veras?, se preguntó Molly. ¿Podemos lograr que algo como el asesinato, los años de cárcel, desaparezcan como por ensalmo, como si no hubieran existido? No lo creo, decidió mientras miraba a esos viejos amigos, si es que lo eran, congregados en el salón.
Miró a Peter Black. Parecía terriblemente incómodo. ¿Por qué había insistido en venir?
El único que parecía a gusto era Philip Matthews. Había sido el primero en llegar, a las siete en punto, con una maceta de amarilis.
—Sé que tienes muchas ganas de empezar un jardín —dijo—. Quizá encuentres un rincón para una amarilis.
Los capullos, enormes y de un rojo pálido, eran exquisitos.
—Ve con cuidado —le advirtió ella—. La amarilis también recibe el nombre de lirio belladona, y la belladona es un veneno.
La alegría que había sentido ya no existía. Pensaba que incluso el aire estaba envenenado. Cal Whitehall y Peter Black no constituían un comité de bienvenida, eso quedó claro desde el principio. Sus intenciones eran muy diferentes. Eso explica el nerviosismo de Jenna, decidió Molly. Era ella la que había forzado el encuentro.
Molly quiso decir a Jenna que no pasaba nada. Sabía que Cal siempre se salía con la suya, y que si había tomado la decisión de venir, Jenna no había podido impedírselo.
La razón de su visita no tardó en surgir a la luz. Fue Cal quien abordó el tema.
—Molly, ayer esa reportera de la tele, Fran Simmons, estuvo en la cafetería del hospital haciendo preguntas. ¿Fue a instancia tuya?
—No, yo no pedí a Fran que fuera allí —contestó Molly, al tiempo que se encogía de hombros—, pero me parece bien.
—Oh, Molly, por favor —murmuró Jenna—. ¿No te das cuenta de lo que te estás haciendo?
—Sí, Jen, ya lo creo —dijo Molly en voz baja, pero con firmeza.
Cal dejó el vaso en la mesa con fuerza innecesaria y derramó algunas gotas.
Molly resistió la tentación de pasar un paño al instante, como una forma de escapar a aquella pesadilla. Miró a los dos hombres que habían sido socios de su marido.
Cal se dio cuenta del resultado de su brusquedad, se puso en pie y murmuró:
—Iré por un papel absorbente.
Buscó en la cocina y localizó el portarrollos. Cuando volvió sobre sus pasos, sus ojos se desviaron hacia la única anotación que había en el calendario de pared. La examinó con atención.
Peter Black tenía las mejillas coloradas. Estaba claro que no era su primera copa de la noche.
—Molly, ya sabes que hemos entablado negociaciones para adquirir otras compañías de seguros médicos. Si insistes en permitir, y ya no digamos alentar, la grabación de este programa, ¿podrías pedirle a Fran Simmons que espere a que la fusión se haya producido?
De modo que esto es lo que quieren, pensó Molly. Tienen miedo, de que, si abro heridas, la infección pueda contagiarles.
—No hay nada que ocultar, por supuesto —añadió Black con énfasis—, pero los rumores y las habladurías han arruinado muchas negociaciones importantes.
Estaba bebiendo whisky escocés, y Molly vio cómo vaciaba su vaso. Recordó que años atrás era un bebedor compulsivo. Eso no había cambiado.
—Además, Molly, haz el favor de desechar la idea de localizar a Annamarie Scalli —suplicó Jen—. Si se entera de lo del programa sería capaz de vender su historia a una de esas revistas sensacionalistas.
Molly seguía sentada en silencio, mirando a las tres personas, y sentía que sus temores y dudas pugnaban por salir a la plácida superficie que, de momento, exhibía aquella noche.
—Creo que el caso ya ha sido presentado —dijo con brusquedad Philip Matthews, rompiendo así el embarazoso silencio—. ¿Por qué no suspendemos la sesión?
Peter Black, Jenna y Cal se fueron pocos minutos después. Philip Matthews preguntó después:
—Molly, ¿prefieres que dejemos la cena y me esfume?
Molly asintió, a punto de llorar.
—Te daré un vale, si quieres —logró balbucear.
—Descuida.
Molly había elegido coq au vin con arroz integral. Cuando Philip se marchó, cubrió los platos y los guardó en la nevera. Luego, comprobó las cerraduras y entró en el estudio. Esa noche, tal vez porque Cal y Peter Black habían estado en la casa, tenía la intensa sensación de que algo acechaba en los límites de su mente consciente, y de que trataba de penetrar en ella.
¿Qué era?, se preguntó. ¿Viejos recuerdos, temores que la hundirían más en la depresión? ¿O proporcionaría respuestas, la ayudaría a escapar de la oscuridad que la amenazaba? Tendría que comprobarlo.
No encendió ninguna luz y se aovilló en el sofá, con las piernas dobladas bajo el cuerpo.
¿Qué pensarían Cal, Peter y Philip si sospecharan que mañana por la noche, a las ocho, en un restaurante de carretera de Rowayton, se había citado con Annamarie Scalli?