El sábado por la mañana, Edna Barry despertó nerviosa. Hoy vendría a verla la periodista, y tenía que quitarse de encima a Wally mientras Fran Simmons estuviera en casa. Llevaba de mal humor varios días, y desde que había visto a Molly en la televisión no dejaba de decir que quería ir a verla. Anoche había anunciado que no iría al club, como casi todos los sábados por la mañana. El club, gestionado por el condado de Fairfield para pacientes externos como Wally, era uno de sus lugares favoritos.
Le pediré a Marta que le retenga en casa, pensó Edna. Marta Gustafson Jones había sido su vecina durante treinta años. Se habían confortado en la enfermedad y la viudez, y Marta quería a Wally. Era una de las pocas personas que podían calmarle y manejarle cuando se enfadaba.
Cuando el timbre de Edna sonó a las once de la mañana, Wally ya no estaba, y Edna logró fingir un recibimiento cordial y hasta le ofreció café, que Fran aceptó.
—Sentémonos en la cocina —sugirió mientras se desabrochaba el chaquetón.
—Como guste.
Edna estaba muy orgullosa de su inmaculada cocina, con su pequeño juego de muebles para comedor nuevo de arce comprado en las rebajas.
Una vez sentada a la mesa, Fran extrajo la grabadora del bolso y la dejó sobre la mesa.
—Bien, señora Barry, he venido porque quiero ayudar a Molly, y estoy segura de que usted también. Por eso, con su permiso, he de grabar sus palabras. Tal vez surja algo que sea de ayuda para Molly. Estoy segura de que cada vez está más convencida de que ella no fue la responsable de la muerte de su marido. De hecho, empieza a recordar cosas sobre aquella noche, y una de ellas es que había alguien más en la casa cuando llegó a casa desde Cape Cod. Si fuera capaz de demostrarlo, podría significar la revocación de su condena, o al menos la reapertura de la investigación. Sería maravilloso, ¿verdad?
Edna Barry estaba vertiendo agua en la cafetera.
—Sí, por supuesto, ya lo creo —dijo—. Oh, Dios.
Fran entornó los ojos cuando vio que la señora Barry había derramado agua sobre la encimera. Su mano está temblando, pensó. Hay algo que la inquieta. Ya me fijé el otro día en que estaba nerviosa, cuando la conocí en casa de Molly, y desde luego estaba muy tensa cuando le pregunté por teléfono si podía venir hoy.
Cuando el aroma del café empezó a impregnar la habitación, Fran intentó que Edna Barry bajara la guardia.
—Fui al colegio con Molly, a la academia Cranden —dijo—. ¿Se lo contó?
—Sí.
Edna cogió tazas y platillos de la alacena y los puso sobre la mesa. Miró a Fran por encima de las gafas antes de sentarse.
Está pensando en el escándalo de la biblioteca, pensó Fran, y prosiguió la entrevista.
—Tengo entendido que usted la conoce desde antes de eso.
—Oh, sí. Empecé a trabajar para sus padres cuando era pequeña. Después, ellos se fueron a vivir a Florida cuando se casó, y entonces fui a trabajar para ella.
—Así pues, conocía muy bien al doctor Lasch, ¿no?
Edna Barry meditó la respuesta.
—Sí y no. Yo iba tres mañanas a la semana. El doctor ya se había ido a trabajar cuando yo llegaba, a las nueve, y muy pocas veces volvía antes de la una, cuando yo me iba. Claro que si Molly daba una cena, lo cual sucedía con bastante frecuencia, yo iba a servir y limpiar. Eran las únicas veces que les veía juntos. Cuando estaba en casa, siempre era muy agradable.
Fran observó que los labios de Edna Barry se tensaban en una delgada línea recta, como si lo que pensaba mientras hablaba no fuera muy agradable.
—Cuando les veía juntos, ¿pensaba que eran felices? —preguntó.
—Hasta el día en que llegué y Molly estaba haciendo la maleta para irse a Cape Cod, nunca presencié ni un asomo de discusión. Diré que, antes de ese día, me había parecido que no sabía muy bien qué hacer con su tiempo. Hacía muchos trabajos voluntarios en la ciudad, y sé que juega bien al golf, pero a veces me decía que echaba de menos trabajar. También tuvo momentos malos, por supuesto. Estaba muy ansiosa por tener descendencia, y desde que sufrió el último aborto parecía diferente, muy silenciosa y reservada.
Nada de lo que Edna Barry estaba diciendo era de gran ayuda para Molly, pensó Fran, cuando media hora más tarde terminó su segunda taza de café. Sólo le quedaban unas pocas preguntas, y hasta el momento la mujer no había sido muy afable.
—Señora Barry, el sistema de alarma no estaba conectado cuando usted fue a trabajar aquel lunes, ¿verdad?
—No, no lo estaba.
—¿Comprobó si había alguna puerta sin cerrar por la que un intruso hubiera podido entrar?
—No había ninguna puerta sin cerrar. —La voz de Edna Barry sonó a la defensiva, y sus pupilas se ensancharon.
He tocado un punto sensible, pensó Fran, y hay algo que no quiere decirme.
—¿Cuántas puertas hay en la casa?
—Cuatro —contestó la mujer—. La delantera y la de la cocina, que se abrían con la misma llave. Una puerta que comunicaba el salón con el patio, que sólo se abría desde dentro. Y la puerta del sótano, que siempre estaba cerrada con llave y candado.
—¿Las verificó todas?
—No; pero la policía sí, señorita Simmons. ¿Por qué no habla con ellos?
—No estoy poniendo en duda lo que me dice, señora Barry —dijo Fran con tono conciliador.
—Aquel viernes por la tarde —repuso Edna Barry, en apariencia apaciguada—, cuando me fui, comprobé todas las puertas para asegurarme de que estaban cerradas con llave. El doctor Lasch siempre entraba por la principal. La falleba no estaba puesta aquel lunes por la mañana, lo cual significa que alguien utilizó la puerta durante el fin de semana.
—¿La falleba?
—Molly siempre la ponía por la noche. La puerta de la cocina estaba cerrada con llave cuando entré. Estoy segura.
Las mejillas de Edna enrojecieron. Fran advirtió que la mujer estaba a punto de llorar. ¿Tiene miedo porque piensa que fue descuidada y dejó la casa abierta?, se preguntó.
—Gracias por su ayuda, señora Barry, y por su hospitalidad. Ya le he robado bastante tiempo, pero tal vez quiera hacerle unas preguntas más dentro de unos días, y es posible que le pida que participe en el programa en calidad de invitada.
Fran apagó la grabadora y se levantó. Cuando llegó a la puerta, lanzó una última pregunta.
—Señora Barry, asumamos la posibilidad de que había alguien más en la casa la noche en que el doctor Lasch murió. ¿Sabe si han cambiado las cerraduras de alguna puerta?
—No que yo sepa.
—Voy a sugerir a Molly que las cambie. Tal vez exista el peligro de que se cuele un intruso. ¿No cree?
Edna Barry palideció.
—Señorita Simmons —dijo—, si hubiera visto lo que vi yo cuando subí a su cuarto, Molly tumbada en la cama y cubierta de sangre seca, sabría que ningún intruso entró en la casa aquella noche. Deje de crear problemas a personas inocentes.
—¿A qué personas inocentes estoy intentando crear problemas, señora Barry? Pensaba que intentaba ayudar a una persona joven, alguien a quien usted conoce desde hace años y afirma apreciar, para demostrar tal vez su inocencia en ese crimen.
La mujer no dijo nada, y apretó los labios cuando abrió la puerta para que Fran saliera.
—Volveremos a hablar, señora Barry. Tengo la sensación de que aún he de formularle varias preguntas que requieren una respuesta.