El viernes por la tarde, Annamarie Scalli volvió a casa después de atender a su último paciente. El fin de semana se cernía ante ella, y ya sabía que iba a ser difícil. Desde el martes por la mañana, cuando la liberación de Molly Lasch había recibido tanta atención por parte de la televisión, la mitad de los pacientes de Annamarie le había hablado del caso.
Sabía que era pura casualidad, que ignoraban su relación con el caso. Sus pacientes no podían salir de casa, y siempre veían los mismos programas, sobre todo culebrones. Tener un crimen más o menos local como éste era algo nuevo y diferente: una joven privilegiada que afirmaba no haber asesinado a su marido, aunque había reconocido su culpabilidad para obtener una condena menor y había pasado cierto tiempo en la cárcel por esa muerte.
Los comentarios eran variados, desde la amargada señora O'Brien, quien sustentaba la tesis de que el médico había recibido lo que todo marido infiel merecía, hasta el señor Kunzman, convencido de que si Molly Lasch hubiera sido negra y pobre le habrían caído veinte años.
Por Gary Lasch no valía la pena pasar ni un día en la trena, pensó Annamarie, mientras abría la puerta de su apartamento. Lástima que fui tan imbécil de no darme cuenta a tiempo.
La cocina era tan diminuta que, comparada con ella, la de un avión parecía espaciosa, como solía decir ella, pero la había adecentado a base de pintar el techo de un azul cielo y dibujar un enrejado con flores en las paredes. Como resultado, el reducido espacio se convirtió en su jardín interior.
Esta noche, sin embargo, no consiguió animarla. El hecho de tener que revivir recuerdos dolorosos le hizo sentir deprimida y sola, y comprendió que debía marcharse. Había un lugar que la ayudaría. Su hermana mayor, Lucy, vivía en Buffalo, en la casa donde se habían criado. Annamarie no la visitaba con frecuencia desde la muerte de su madre, pero esta semana haría el viaje. Después de guardar los últimos comestibles, llamó por teléfono.
Tres cuartos de hora más tarde tiró una bolsa de lana, que había llenado a toda prisa, en el asiento trasero del coche y, más animada, encendió el motor. El viaje era largo, pero no le importaba. Conducir le daría tiempo a pensar. Dedicó casi todo ese tiempo a arrepentirse. Arrepentirse de no haber escuchado a su madre. Arrepentirse de haber sido tan idiota. Despreciarse por su relación con Gary Lasch. Si hubiera podido obligarse a amar a Jack Morrow… si se hubiera dado cuenta del gran afecto que ya sentía por él…
Recordó con renovada vergüenza la confianza y el amor que había visto en sus ojos. Había engañado a Jack Morrow como a todo el mundo, y él ni sabía ni sospechaba que estaba liada con Gary Lasch.
Pese a que llegó pasada la medianoche, su hermana Lucy había oído el ruido del coche y ya estaba abriendo la puerta. Annamarie cogió la bolsa con renovada alegría. Un momento después estaba abrazando a su hermana, contenta de estar en un lugar donde, al menos durante el fin de semana, podría olvidar los dolorosos pensamientos de lo diferente que habría podido ser su vida.