Durante casi seis años Philip Matthews había creído que, al conseguir una sentencia leve para Molly Lasch, había llevado a cabo el mejor trabajo que un abogado defensor podía hacer. Cinco años y medio por el asesinato de un médico con una esperanza de vida de treinta y cinco años más era una ganga.
Como Philip había dicho con frecuencia a Molly cuando la visitaba en la cárcel: «Cuando salgas, olvidarás todo esto».
Pero ahora Molly había salido y estaba haciendo justo lo contrario. Era evidente que ella no creía haber salido tan bien librada.
Philip sabía que, más que cualquier otra cosa, deseaba proteger a Molly de la gente que intentaría explotarla.
Como esa Fran Simmons.
El viernes, a última hora de la tarde, cuando estaba a punto de marcharse, su secretaria anunció una llamada de la Simmons.
Philip consideró la posibilidad de no atender la llamada, pero decidió que lo mejor sería hablar con ella. No obstante, su saludo fue frío.
Fran fue al grano.
—Señor Matthews, usted tendrá una transcripción del juicio de Molly. Me gustaría recibir una copia lo antes posible.
—Señorita Simmons, tengo entendido que fue al colegio con Molly. Como vieja amiga, me gustaría que pensara en la posibilidad de suspender el programa. Los dos sabemos que sólo puede perjudicar a Molly.
—¿Podría enviarme una copia de la transcripción el lunes, señor Matthews? —Preguntó Fran con tono crispado, y añadió—: Ha de saber que preparo este programa con la total colaboración de Molly. De hecho, me embarqué en el proyecto a petición suya.
Philip decidió abordar el problema desde un ángulo diferente.
—No hará falta que espere al lunes. Pediré que hagan una copia y se la entreguen mañana, pero voy a rogarle que piense en algo. Creo que Molly es más frágil de lo que cree la gente. Si durante el curso de sus investigaciones se convence de su culpabilidad, le pido que cancele el programa. Molly no va a lograr la reivindicación pública a que aspira. No la destruya con un veredicto de culpabilidad sólo para lograr mayores niveles de audiencia, gracias a esa caterva de subnormales que sólo desean ver a alguien destripado.
—Le daré mi dirección para el mensajero —dijo Fran, casi escupiendo, con la esperanza de aparentar tanta furia como sentía.
—Le paso con mi secretaria. Adiós, señorita Simmons.
En cuanto Fran colgó el teléfono, se levantó y caminó hacia la ventana. Tenía que ir a maquillarse, pero antes necesitaba un momento para calmarse. Sin conocerle en persona, ya detestaba a Philip Matthews, si bien reconocía que era apasionadamente sincero en su deseo de proteger a Molly.
Se preguntó de repente si alguien se había preocupado de pensar en otra explicación para la muerte de Gary Lasch. Los padres y amigos de Molly, el abogado, la policía de Greenwich, el fiscal que la había acusado, todos habían partido de la base de su presunta culpabilidad.
Justo lo que yo estoy haciendo ahora, pensó. Tal vez haya llegado el momento de empezar desde un ángulo distinto.
Molly Carpenter Lasch no mató a su marido, se dijo, y pensó qué tal sonaba y adónde la conduciría.