Tres noches en casa, pensó Molly. Tres mañanas despertando en mi cama, en mi habitación.
Hoy había despertado unos minutos antes de las siete, había bajado a la cocina, preparado café, se lo había servido en su tazón favorito y regresado arriba, con el café aromático y humeante. Ahuecó las almohadas, se metió en la cama de nuevo y bebió poco a poco el café. Paseó la vista por la habitación, consciente de un espacio que había dado por seguro durante los cinco años de su matrimonio.
Durante noches de insomnio en la cárcel había pensado en su habitación, pensado en sus pies cuando tocaban la alfombra mullida de tonos marfil, pensado en el tacto de la colcha de raso sobre su piel, pensado en su cabeza hundida en las suaves almohadas, pensado en dejar las persianas subidas para poder ver el cielo nocturno, algo que había hecho a menudo con su marido dormido al lado.
Mientras bebía el café, Molly reflexionó sobre los meses, y después los años, de largas noches en la cárcel. Cuando, muy lentamente, su mente empezó a recobrar la lucidez, empezó a plantearse las preguntas que ahora casi la obsesionaban. Por ejemplo, si Gary había sido capaz de engañarla de una forma tan brutal en su relación íntima, ¿cabía la posibilidad de que hubiera sido deshonesto en otras parcelas de su vida?
Iba a tomar una ducha cuando se detuvo para mirar por la ventana. Era algo muy simple, pero se lo habían negado durante cinco años y medio, y la libertad de tal acto la asombraba. Era otro día nublado, y vio placas de hielo en el camino de entrada. Aun así decidió ponerse el chándal y salir a correr.
Correr en libertad, pensó mientras se vestía. Y yo estoy en libertad, para salir sin pedir permiso, y sin esperar a que se abran las puertas. Experimentó un júbilo repentino. Diez minutos después estaba corriendo por las viejas calles familiares, que de repente se le antojaban desconocidas.
No dejes que me encuentre con nadie conocido, por favor, rezó. No dejes que alguien pase en coche y me reconozca. Pasó por la casa de Kathryn Busch, un encantador edificio colonial asentado en la esquina de Lake Avenue. Recordó que Kathryn estaba en la junta de la Sociedad Filarmónica y se había implicado mucho en intentar formar un cuarteto de cámara local.
Como Bobbitt Williams, pensó Molly, y vio en su mente el rostro de su antigua compañera de colegio, que casi se había borrado de su memoria. Bobbitt iba a clase con Jenna, Fran y conmigo, pero nunca nos tratamos mucho, y después se mudó a Darien.
Mientras Molly corría, su mente pareció recobrar la lucidez, y calles, casas y personas adquirieron una mayor definición. Los Brown habían añadido un ala. Los Cates habían vuelto a pintar la fachada. De pronto cayó en la cuenta de que era la primera vez que salía sola desde el día, cinco años y medio antes, en que la llevaron esposada hasta la furgoneta que iba a conducirla a la prisión de Niantic.
El viento era gélido pero vivificante, aire fresco y puro que agitaba su cabello y henchía sus pulmones y cuerpo. Molly tuvo la sensación de que, milímetro a milímetro, sus sentidos cobraban vida.
Ya estaba empezando a cansarse y a quedarse sin resuello cuando, después de un trayecto circular de tres kilómetros, subió corriendo por su camino de acceso. Se dirigía hacia la puerta de la cocina, cuando un repentino impulso la llevó a atajar por el jardín helado y recorrer casi toda la longitud de la casa, hasta detenerse frente a la ventana de la habitación que había sido el estudio de Gary. Se subió a la ventana, apartó los matorrales y miró al interior.
Por un breve instante esperó ver el hermoso escritorio Wells Fargo de Gary, las paredes chapadas de caoba, las librerías llenas de volúmenes de medicina, las esculturas y cuadros que Gary había coleccionado con tanto entusiasmo. En cambio, vio una habitación igual a las otras de la casa, demasiado grande para una sola persona. De repente, los impersonales muebles y las mesas de roble descolorido se le antojaron muy poco atractivos.
Yo estaba en el umbral de la puerta, pensó, mirando hacia fuera.
Fue un pensamiento errático que cruzó repentinamente su mente y se desvaneció con la misma rapidez.
Consciente de que alguien la podía ver mirando por la ventana de su propia casa, Molly volvió sobre sus pasos y entró por la puerta de la cocina. Mientras se quitaba las zapatillas, comprobó que le quedaba tiempo para otra taza de café y una madalena, antes de que la señora Barry llegara.
La señora Barry.
Wally.
¿Por qué pienso de repente en él?, se preguntó Molly mientras subía la escalera, esta vez para tomar su ducha.
Fran la llamó a última hora de la tarde desde su despacho, donde estaba preparando el telediario de la noche.
—Molly, una pregunta rápida —dijo—. ¿Conocías al doctor Jack Morrow?
La mente de Molly retrocedió una serie de años olvidados, hasta aquella mañana en que una llamada telefónica interrumpió su desayuno. Comprendió que era una mala noticia, porque Gary había palidecido mientras escuchaba en silencio. Después de colgar, habló casi en un susurro: «Han encontrado a Jack Morrow muerto a tiros en su consulta. Sucedió anoche».
—Apenas le conocía —dijo Molly a Fran—. Trabajaba en el hospital y nos habíamos encontrado en algunas fiestas de Navidad y ese tipo de cosas. Gary y él murieron asesinados con dos semanas de diferencia.
Consciente de sus propias palabras, imaginó cómo le habría sonado la frase a Fran. «Murieron asesinados». Algo que había ocurrido a los dos hombres, pero que no tenían nada que ver con un acto que ella hubiera cometido. Al menos, nadie podrá decir que estuve implicada en el asesinato de Jack Morrow, pensó. Gary y yo estábamos en una fiesta aquella noche. Se lo dijo a Fran.
—Molly, has de saber que no estaba insinuando que tuviste algo que ver en la muerte del doctor Morrow —contestó Fran—. Te he hablado de él porque he descubierto algo interesante. ¿Sabías que estaba enamorado de Annamarie Scalli?
—Pues no.
—Cada vez es más evidente que debo hablar con Annamarie. ¿Conoces a alguien que pueda saber dónde encontrarla?
—Ya le he pedido a Jenna que hable con Cal para que su gente intente localizarla, pero Cal no quiso ni oír hablar de ello.
Hubo un silencio antes de que Fran contestara.
—No me dijiste que tú también intentabas localizar a Annamarie, Molly.
Molly percibió el tono de sorpresa de Fran.
—Fran, mi deseo de hablar en persona con Annamarie no tiene nada que ver con tu investigación. Los cinco años y medio que pasé en la cárcel estaban relacionados directamente con el hecho de que mi marido mantenía relaciones con ella. Me parece extraño que alguien a quien no conozco en absoluto haya influido hasta tal punto en mi vida. Hagamos un trato: si la localizo o consigo una pista, te lo diré. Del mismo modo, si tú la encuentras, me lo dirás. ¿De acuerdo?
—Tendré que pensarlo —dijo Fran—. Te diré que voy a llamar a tu abogado para preguntar por ella. Annamarie estaba en la lista de los testigos citados en tu juicio, y por eso debería tener su última dirección en el expediente.
—Ya he hablado de eso con Philip, y jura que no la tiene.
—De todos modos lo intentaré, por si acaso. He de irme. —Hizo una pausa—. Ve con cuidado, Molly.
—Es curioso. Jenna me dijo lo mismo la otra noche.
Molly colgó y pensó en lo que había dicho a Philip Matthews: si algo le ocurría, al menos demostraría que alguien tenía motivos para temer la investigación de Fran.
El teléfono volvió a sonar. Intuyó que eran sus padres, desde Florida. Hablaron de las trivialidades habituales, antes de que se abordara el tema de cómo le iba «sola en esa casa». Tras asegurar que todo iba bien, preguntó:
—¿Qué fue de todo lo que había en el escritorio de Gary después de su muerte?
—La oficina del fiscal se lo llevó todo, salvo los muebles del estudio de Gary —dijo su madre—. Después del juicio, guardé lo que devolvieron en cajas y las subí al desván.
La respuesta provocó que Molly abreviara la conversación lo máximo posible y subiera disparada hacia el desván en cuanto colgó el teléfono. Allí encontró las cajas de las que su madre había hablado, sobre los estantes. Apartó las que contenían libros y esculturas, fotos y revistas, y buscó las que llevaban la etiqueta ESCRITORIO. Sabía lo que estaba buscando: la agenda que Gary siempre llevaba encima y el bloc de citas que guardaba en el cajón superior del escritorio.
Tal vez encuentre alguna anotación que ilumine otros aspectos de la vida de Gary, pensó Molly.
Abrió la primera caja con una sensación de temor, aterrada por lo que podría descubrir, pero decidida a averiguar todo lo posible.