A las doce menos cuarto, Fran entró en el vestíbulo del hospital Lasch. Rechazó recuerdos del mismo lugar años antes, recuerdos de caminar vacilante, y del brazo de su madre a su alrededor, y se obligó a parar y pasear la vista por el lugar.
El mostrador de recepción e información se hallaba al fondo, frente a la entrada. Estupendo, pensó. No quería que un voluntario solícito o un guardia se ofrecieran para ayudarla a localizar a un paciente. Si eso sucedía ya había preparado una excusa: iba a recoger a una amiga que había ido a visitar a un paciente.
Cualquier paciente, pensó.
Examinó la zona. Los muebles (sofás y sillas individuales) estaban forrados de imitación piel, con brazos y patas de plástico en un acabado de arce falso. Menos de la mitad de los asientos estaban ocupados. En un corredor situado a la izquierda del mostrador de recepción se veía una flecha y una señal que indicaba ASCENSORES. Entonces, Fran encontró lo que estaba buscando: la señal al otro lado del mostrador de recepción, que decía CAFETERÍA. Cuando se encaminaba hacia ella, pasó ante el quiosco. El periódico semanal de la comunidad estaba desplegado, y una foto de Molly en la puerta de la cárcel aparecía en la primera página. Fran buscó dos monedas de veinticinco centavos en el bolsillo.
Había llegado a propósito antes de la hora de comer, y se paró un momento en la entrada de la cafetería mientras miraba en torno para elegir el asiento más conveniente. Había unas veinte mesas en el restaurante, y una barra con una docena de taburetes. Las dos mujeres que había detrás de la barra, con delantales a rayas color caramelo, eran voluntarias del hospital.
Había cuatro personas sentadas a la barra. Otras diez estaban distribuidas por las mesas. Tres hombres con batas blancas, obviamente médicos, estaban enfrascados en una conversación junto a la ventana. Había una mesa pequeña a su lado. Por un momento, Fran se debatió entre pedir o no pedir la mesa, mientras la jefa de comedor, también con un delantal color caramelo, se acercaba a ella.
—Iré a la barra —se apresuró a decir Fran.
Mientras tomaba café quizá podría entablar conversación con alguna voluntaria. Las dos mujeres aparentaban unos sesenta años. Tal vez alguna de las dos trabajaba ya en el hospital seis años antes cuando Gary Lasch dirigía el hospital.
La mujer que le sirvió el café y una rosquilla llevaba un rótulo con un rostro sonriente que rezaba: «Hola, soy Susan Branagan». Una mujer de rostro agradable, cabello blanco y movimientos enérgicos, convencida sin duda de que parte de su trabajo era animar a la gente.
—Nadie diría que faltan dos semanas para la primavera —comentó a Fran.
Y así concedió a Fran la oportunidad que buscaba.
—He estado viviendo en California, y es difícil acostumbrarse de nuevo al clima de la costa Este.
—¿Ha venido a visitar a alguien?
—Espero a una amiga que ha venido de visita. ¿Hace mucho tiempo que es voluntaria?
Susan Branagan sonrió de oreja a oreja.
—Acabo de recibir mi insignia conmemorativa de los diez años de servicios.
—Me parece maravilloso que se haya ofrecido como voluntaria para trabajar aquí —dijo Fran.
—Estaría perdida si no viniera al hospital tres días a la semana. Soy viuda, y mis hijos están casados y enredados en sus propias vidas. ¿Qué haría yo sola, pregunto?
Estaba claro que era una pregunta retórica.
—Debe de ser muy enriquecedor —dijo Fran.
Dejó el periódico local sobre el mostrador, de forma que Susan Branagan pudiera ver con claridad la foto de Molly y el titular que la encabezaba:
LA VIUDA DEL DOCTOR LASCH PROCLAMA SU INOCENCIA.
Ella meneó la cabeza.
—Tal vez no lo sepa, ya que es de California, pero el doctor Lasch era el jefe de este hospital. Se armó un escándalo terrible cuando murió. Sólo tenía treinta y seis años, y era un hombre muy apuesto.
—¿Qué pasó? —preguntó Fran.
—Oh, se enredó con una enfermera joven de aquí, y su mujer… bueno, creo que la pobre mujer sufrió un acceso de locura temporal, o algo por el estilo. Afirmó que no recordaba haberle matado, pero nadie lo cree, por supuesto. Fue una tragedia y una gran pérdida. Y lo más triste es que la enfermera, Annamarie, era una muchacha maravillosa. La última persona en el mundo a la que imaginaría capaz de liarse con un hombre casado.
—Suele pasar —comentó Fran.
—¿A que es verdad? De todos modos, fue sorprendente, porque había un joven doctor, un encanto de hombre, que la perseguía. Todos pensamos que el romance tendría un final feliz, pero luego se decantó por el doctor Lasch. Dejó en la estacada al pobre doctor Morrow, descanse en paz.
—No se referirá al Jack Morrow ¿verdad?
—Ah, ¿le conocía?
—Le vi una vez, hace años, cuando viví aquí una temporada.
Fran pensó en el rostro amable del joven médico que había intentado consolarla aquella terrible noche de catorce años antes, cuando su madre y ella habían seguido a su padre agonizante al hospital.
—Lo mataron a tiros en su consulta, dos semanas antes de que el doctor Lasch fuera asesinado. Habían forzado su botiquín. —Susan Branagan suspiró al recordar aquellos tiempos—. Dos médicos jóvenes, y ambos murieron de forma violenta. Sé que las muertes no están relacionadas, pero me pareció una terrible coincidencia.
¿Coincidencia?, pensó Fran, y los dos estaban relacionados con Annamarie Scalli. ¿Existía la casualidad en lo tocante al crimen?