—Ella no quería que te preocuparas, Billy.
Billy Gallo miró a su padre, de pie al otro lado de la cama de su madre, en la unidad de cuidados intensivos del hospital Lasch. Los ojos de Tony Gallo estaban llenos de lágrimas. Su escaso cabello gris estaba despeinado, y la mano que palmeaba el brazo de su mujer temblaba.
El parentesco entre ambos hombres era inconfundible. Tenían rasgos muy similares: ojos castaño oscuro, labios gruesos, mandíbula cuadrada.
Tony Gallo, de sesenta y seis años, ex guardia jurado, ejercía como guardia de tráfico en la localidad de Cos Cob, un elemento severo e inspirador de confianza en el cruce de Willow con Pine, delante de la escuela. Su hijo Billy, de treinta y cinco años, trombonista en la orquesta de la compañía ambulante que representaba un musical de Broadway, había venido en avión desde Detroit.
—No metas a mamá en esto —dijo Billy, irritado—. Tú no dejaste que me llamara, ¿verdad?
—Billy, te fuiste a trabajar durante seis meses. No queríamos que perdieras el empleo.
—A la mierda el empleo. Tendrías que haberme llamado. Les habría plantado cara. Cuando le negaron el permiso para que fuera a un especialista, yo no habría dejado que se salieran con la suya.
—Billy, no lo entiendes. El doctor Kirkwood luchó para que la enviaran a un especialista. Ahora han aprobado la operación. Se recuperará.
—No la envió a un especialista lo bastante pronto.
Josephine Gallo se removió. Oía discutir a su marido y su hijo, y tenía la vaga sensación de que era por ella. Se sentía soñolienta e ingrávida. En algunos aspectos era una bonita sensación, estar acostada y casi flotar, sin participar en la discusión. Estaba cansada de suplicar a Tony que ayudara a Billy cuando se quedaba sin trabajo. Billy era un músico excelente, y no estaba hecho para trabajos de horario fijo. Tony no lo comprendía.
Siguió oyendo sus voces airadas. No quería que discutieran más. Josephine recordaba el dolor que la había despertado aquella mañana. Era el mismo dolor del que había hablado al doctor Kirkwood, su médico de cabecera.
Continuaba la discusión. Daba la impresión de que sus voces aumentaban de tono, y tuvo ganas de decirles que pararan de una vez. Entonces, oyó un tañir de campanas en la lejanía, unos pies que corrían. Y el dolor que la había despertado aquella mañana regresó como un torrente. Intentó tocarles.
—Tony… Billy…
Mientras exhalaba su último suspiro, oyó sus voces, al unísono, perentorias, llenas de miedo, teñidas de dolor: «Mamaaaá», «Josieee».
Después, ya no oyó nada.