—Jenna, sé que eres una mujer inteligente, por consiguiente comprenderás que hablo en serio cuando digo que Annamarie Scalli, a todos los efectos, ha desaparecido de la faz de la tierra. Y aún en el caso de que pudiera localizarla, te aseguro que Molly Lasch sería la última persona del mundo a la que informaría de su paradero.
Las manchas rojas en las mejillas de Calvin Whitehall eran una clara advertencia a su mujer de su creciente impaciencia, pero Jenna no hizo caso.
—Cal, ¿por qué te opones a que Molly se ponga en contacto con esa mujer? Podría ayudarla a cerrar su caso.
Estaban tomando café y zumo en la sala de estar contigua a su dormitorio. Jenna estaba a punto de irse a trabajar. Calvin dejó la taza de café en la mesa con brusquedad.
—Molly me importa un pimiento. Lo que hay que cerrar son las negociaciones en las que llevo embarcado tres años, por el bien de los dos. —Respiró hondo—. Será mejor que cojas tu tren. Ni siquiera Lou logrará llevarte a tiempo a la estación si tardas más.
Jenna se levantó.
—Creo que esta noche dormiré en el apartamento.
—Como quieras.
Se miraron un momento. La expresión de Calvin Whitehall cambió, y sonrió.
—Cariño, ojalá pudieras ver tu expresión. Apuesto a que si tuvieras esa escultura del caballo y el vaquero en la mano, me harías lo mismo que Molly hizo a Gary. Las chicas de la academia Cranden tienen sentimientos fuertes.
Jenna palideció.
—Estás muy preocupado por tus negociaciones, ¿verdad, Cal? Por lo general no eres tan cruel.
—Por lo general no suelo correr el riesgo de que un trato de miles de millones de dólares se me escurra entre los dedos. Jen, parece que eres la única persona a la que Molly hace caso. Convéncela de vaya a Nueva York contigo. Hazla entrar en razón. Recuérdale que al tratar de convencer al mundo y a ella misma de que no mató a Gary, no hace más que mancillar su recuerdo, y de paso perjudicarse a sí misma.
Jenna, sin contestar, se puso el abrigo y cogió el bolso. Mientras caminaba hacia la escalera, su marido dijo:
—Un trato de miles de millones de dólares, Jen. Admítelo, tú tampoco quieres que se pierda.
Lou Knox, el chófer y mayordomo de Cal desde tiempo inmemorial, bajó del coche en cuanto vio que Jenna salía de la casa. Mantuvo la puerta abierta, la cerró detrás de ella y corrió a sentarse al volante.
—Buenos días, señora Whitehall. Parece que hoy vamos un poco justos. Bien, siempre puedo llevarla en coche si pierde el tren.
—No. Cal quiere el coche, y yo no quiero el tráfico —replicó con brusquedad Jenna.
A veces las joviales observaciones de Lou la irritaban, pero qué remedio. Era compañero de clase de Cal en la escuela secundaria a la que ambos habían asistido, y Cal lo había traído con él cuando llegó a Greenwich, quince años antes.
Jenna era la única que conocía el origen de su relación. «Como es lógico, Lou comprende que a nadie le interesa saber que cantábamos juntos el himno de la escuela», solía decir Cal.
Había que reconocer algo a Lou: se adaptaba a su estado de ánimo. Intuyó de inmediato que ella no deseaba hablar y se apresuró a sintonizar su canal de música clásica favorito, con el volumen bajo.
Lou era de la edad de Cal, cuarenta y seis años, y si bien estaba en buena forma física, Jenna siempre había sospechado que había algo enfermizo en él. Era demasiado obsequioso para su gusto, demasiado ansioso por complacer. No confiaba en él. Incluso ahora, durante el corto trayecto hasta la estación, experimentó la sensación de que sus ojos la estudiaban por el espejo retrovisor y analizaban su talante.
He hecho lo que he podido, se dijo, pensando en la discusión con su marido. Cal no ayudará a Molly a localizar a Annamarie Scalli. No obstante, en lugar de sentir rabia, comprendió que, pese a sentir resentimiento por el tono que había utilizado, empezaba a emerger su habitual admiración reticente por él.
Cal era un hombre fuerte, y poseía el carisma que acompañaba al poder. Se había hacho a sí mismo desde la primera empresa de ordenadores, a la que se refería como la tienda de chucherías, y ahora era un hombre que imponía respeto. Al contrario que los empresarios exhibicionistas que encabezaban los titulares, al tiempo que ganaban y derrochaban fortunas, Cal prefería permanecer en la sombra, aunque era conocido y respetado como una figura importante del mundo financiero, y temido por cualquiera que se interpusiera en su camino.
El poder: eso era lo que había atraído a Jenna desde el primer momento. También era lo que continuaba subyugándola. Le gustaba trabajar en un prestigioso bufete. Era algo que había conseguido por méritos propios. Si Cal no hubiera irrumpido en su vida, habría disfrutado de una carrera triunfal, y esa certeza le proporcionaba la sensación de tener su territorio privado. «La parcelita de Jenna», como la llamaba Cal, pero ella sabía que la respetaba por eso.
Al mismo tiempo, le encantaba ser la señora de Calvin Whitehall, con todo el prestigio que se iba acumulando alrededor de ese apellido. Al contrario de Molly, nunca había anhelado tener hijos, ni la elitista vida suburbana que su madre y la madre de Molly siempre habían preferido.
Se estaban acercando a la estación. Sonó el silbato del tren.
—Justo a tiempo —dijo Lou mientras frenaba. Bajó y le abrió la puerta—. ¿La recojo esta noche, señora Whitehall?
Jenna vaciló.
—Sí —dijo—. Llegaré a la hora habitual. Dígale a mi marido que me espere.