Una semana después, con el cuello del chaquetón subido para protegerse la garganta, las manos hundidas en los bolsillos y el pelo recogido bajo su gorra de esquiar favorita, Fran esperaba entre el grupo de periodistas congregados ante la puerta de la prisión, en aquel frío día de marzo. Su cámara, Ed Ahearn, la acompañaba.
Como de costumbre, todo el mundo se quejaba. Hoy, de la combinación del madrugón y el tiempo: aguanieve, empujada por ráfagas de viento helado. Como era de prever, también se repasó el caso que había acaparado los titulares de todo el país cinco años y medio antes.
Fran ya había grabado varios reportajes con la prisión como fondo. A primeras horas de la mañana había emitido un reportaje en directo, y mientras la emisora pasaba una grabación con su voz en off, había anunciado:
«Estamos esperando ante las puertas de la prisión de Niantic, al norte de Connecticut, situada a escasos kilómetros de la frontera con Rhode Island. Molly Carpenter Lasch saldrá dentro de poco, después de haber pasado encarcelada cinco años y medio, como consecuencia de haberse confesado culpable del asesinato de su marido, Gary Lasch».
Ahora, mientras esperaba la aparición de Molly, escuchaba las opiniones de los demás. Todo el mundo coincidía en que Molly era culpable, en que había tenido mucha suerte por quedar en libertad después de sólo cinco años y medio, y en que no engañaba a nadie cuando afirmaba que no podía recordar haberle roto la cabeza al pobre tipo.
Fran alertó a la sala de control cuando vio que un sedán azul oscuro salía por detrás del edificio principal de la prisión.
—El coche de Philip Matthews se dispone a salir —dijo. El abogado de Molly había llegado media hora antes para recogerla.
Ahearn giró la cámara.
Los demás también se habían dado cuenta.
—Estamos perdiendo el tiempo —comentó el reportero del Post—. Diez a uno a que cuando la puerta se abra saldrán en estampida. ¡Eh, espera un momento!
Fran habló en voz baja por el micrófono.
—El coche que conduce a Molly Carpenter Lasch a la libertad acaba de iniciar su viaje. —Después, miró asombrada la silueta delgada que caminaba al lado del sedán—. Charley —dijo al presentador del telediario matinal—, Molly Lasch no va en el coche, sino que camina a su lado. Apuesto a que va a hacer una declaración.
Los flashes destellaron y los micrófonos y las cámaras se aglutinaron cuando Molly Carpenter Lasch llegó a la puerta, se detuvo y miró mientras se abría. Tenía la expresión de una niña que ve por primera vez funcionar un juguete mecánico.
—Es como si Molly no diera crédito a sus ojos —informó.
Cuando Molly salió a la calle, se vio rodeada de inmediato. La ametrallaron a preguntas. «¿Cómo se siente? ¿Pensaba que llegaría este día? ¿Irá a ver a la familia de Gary? ¿Cree que algún día recordará lo que sucedió aquella noche?».
Al igual que los demás, Fran alargó su micrófono, pero prefirió quedarse a un lado. Estaba segura de que perdería toda oportunidad de conseguir una entrevista con Molly si ésta la percibía como una enemiga en ese momento.
Molly alzó una mano a modo de protesta.
—Concédanme la oportunidad de hablar, por favor —pidió.
Está pálida y delgada. Parece que hubiera estado enferma, pensó Fran. Está diferente, y no es por los años transcurridos. Fran estudió su apariencia en busca de pistas. El cabello, en otro tiempo dorado, era ahora tan oscuro como las pestañas y las cejas de Molly. Más largo que en la escuela, sujeto con una hebilla en la nuca. Su tez clara parecía ahora del color del alabastro. Los labios que Fran recordaba, siempre a punto de sonreír, estaban tensos y tristes, como si hiciera mucho tiempo que no sonreían.
Poco a poco, las preguntas que la asediaban enmudecieron, hasta que se hizo el silencio.
Philip Matthews había bajado del coche y se puso a su lado.
—Molly, no lo hagas. A la junta de libertad condicional no le gustará… —le advirtió, pero ella no le hizo caso.
Fran examinó con interés al abogado. El F. Lee Bailey de esta generación, pensó. ¿Cómo será? Matthews era de estatura mediana, cabello rubio, rostro delgado y expresivo. La imagen de un tigre protegiendo a su cría pasó por su mente. Se dio cuenta de que no la sorprendería que arrastrara por la fuerza a Molly al interior del coche.
Molly le interrumpió.
—No tengo otra alternativa, Philip.
Miró a las cámaras sin pestañar y habló con claridad a los micrófonos.
—Estoy muy contenta de volver a casa. Con el fin de que me fuera concedida la libertad condicional, tuve que confesarme culpable de la muerte de mi marido. He admitido que las pruebas eran abrumadoras. Pero ahora les digo que, pese a las pruebas, estoy convencida de que soy incapaz de acabar con la vida de otro ser humano. Sé que mi inocencia quizá no se demostrará nunca, pero espero que cuando me instale en casa y halle cierta serenidad en mi vida, tal vez recobre la memoria de todo cuanto ocurrió aquella terrible noche. Hasta ese momento no tendré paz ni seré capaz de iniciar una nueva vida.
Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, su voz sonó aún más firme.
—Cuando mi memoria sobre aquella noche empezó a regresar poco a poco, recordé haber encontrado a Gary muerto en su estudio. Más tarde recuperé una impresión muy nítida de aquella noche. Creo que había alguien más en casa cuando llegué, y creo que esa persona mató a mi marido. No creo que esa persona sea producto de mi imaginación, sino de carne y hueso, y la encontraré y la obligaré a pagar por lo que hizo.
Sin hacer caso de las preguntas que siguieron a la declaración, Molly dio media vuelta y subió al coche. Matthews rodeó el automóvil a toda prisa y se sentó al volante. Molly reclinó la cabeza en el asiento y cerró los ojos, mientras Matthews, haciendo sonar el claxon, se abría paso poco a poco entre la nube de periodistas y fotógrafos.
—Eso ha sido todo, Charley —dijo Fran por el micrófono—. La declaración de Molly, un grito de inocencia.
—Una declaración sorprendente, Fran —replicó el presentador—. Seguiremos paso a paso el desarrollo de los acontecimientos. Gracias.
—Bien, Fran, estás fuera de onda —le anunció la sala de control.
—¿Cuál es tu opinión sobre ese discurso, Fran? —preguntó Joe Hutnik, un veterano periodista del Greenwich Time.
Antes de que Fran pudiera contestar, intervino Paul Reilly, del Observer.
—Esa tía no es tan idiota. Estará pensando en el contrato de su libro. A nadie le gusta que un asesino obtenga beneficios a costa de su crimen, aunque sea legal, y a las almas bondadosas les encantará creer que otra persona asesinó a Gary Lasch, y que Molly también es una víctima.
Joe Hutnik enarcó una ceja.
—Quizá, pero en mi opinión, el siguiente tipo que se case con Molly Lasch no debería darle la espalda si se enfada con él. ¿Tú qué crees, Fran?
Fran entornó los ojos, irritada, y miró a los dos hombres.
—Sin comentarios.