Edna Barry estaba rociando un pollo con su jugo. Era una de las cenas favoritas de Wally, sobre todo cuando ella lo rellenaba. La verdad era que utilizaba un relleno preparado con antelación, pero el secreto residía en añadir cebollas salteadas, apio y el jugo del propio pollo.
La invitadora fragancia impregnaba la casa, y el acto de cocinar calmaba a Edna. Le recordó los años en que su marido Martin vivía y Wally era un niño normal y alegre. Los médicos dijeron que la muerte de Martin no había provocado el cambio en su hijo. Dijeron que la esquizofrenia era una enfermedad mental que solía surgir en los años de adolescencia o a principios de la madurez.
Edna no creyó que ésa fuera la respuesta.
—Wally siempre ha añorado la compañía de su padre —decía a la gente.
En ocasiones Wally hablaba de casarse y fundar una familia, pero Edna sabía que eso no ocurriría nunca. La gente le esquivaba. Era demasiado quisquilloso y perdía los estribos con facilidad.
Lo que sería de Wally después de su muerte preocupaba a Edna, pero mientras ella viviera cuidaría de él, de aquel hijo suyo al que la vida había tratado tan mal. Le obligaría a tomar su medicina, aunque sabía que a veces la escupía.
Wally había respondido tan bien al doctor Morrow… Ojalá siguiera vivo.
Cuando Edna cerró la puerta del horno, pensó en Jack Morrow, el dinámico y joven doctor que era tan bueno con pacientes como Wally. Practicaba la medicina general, y tenía su consulta en la planta baja de su modesta casa, a sólo tres manzanas de allí. Lo habían encontrado acribillado a balazos sólo dos semanas antes de que el doctor Lasch muriera.
Las circunstancias fueron muy diferentes, por supuesto. Habían forzado y vaciado el botiquín del doctor Morrow. La policía aseguraba que era un crimen relacionado con la droga. Habían interrogado a todos sus pacientes. Edna siempre se decía que era curioso estar agradecida de que su hijo se hubiera roto el tobillo poco antes. Le obligó a ponerse el yeso antes de que la policía fuera a hablar con él.
Tan sólo después de un día, ya sabía que no tendría que haber vuelto a trabajar para Molly Lasch. Era demasiado peligroso. Siempre existía la posibilidad de que Wally se las ingeniara para entrar en casa de Molly, como había hecho pocos días antes de que el doctor Lasch muriera. Ella le dijo que esperara en la cocina, pero él había entrado en el estudio del doctor Lasch y robado la escultura de Remington.
¿Acabarían algún día sus preocupaciones?, se preguntó Edna. Nunca, se contestó, mientras suspiraba y ponía la mesa.
—Mamá, Molly está en casa, ¿verdad?
Edna levantó la vista. Wally estaba en la puerta, con las manos en los bolsillos, el cabello oscuro caído sobre la frente.
—¿Por qué quieres saberlo, Wally? —preguntó con brusquedad.
—Porque quiero verla.
—No debes volver a esa casa.
—Ella me gusta, mamá. —Los ojos de Wally se entornaron, como si intentara recordar algo. Con la mirada clavada en un punto situado por encima del hombro de Edna, dijo—: Ella no me gritaba como el doctor Lasch, ¿verdad?
Edna sintió un escalofrío. Wally no había sacado a colación el incidente en años, desde que ella le había prohibido hablar del doctor Lasch o de la llave encontrada en el bolsillo de Wally, al día siguiente del asesinato.
—Molly es muy amable con todo el mundo —dijo con firmeza—. Bien, no volveremos a hablar nunca más del doctor Lasch, ¿verdad?
—De acuerdo, mamá. De todos modos, me alegro de que el doctor Lasch haya muerto. No volverá a chillarme. —Hablaba con voz inexpresiva.
El teléfono sonó. Edna, nerviosa, lo atendió. Cuando dijo hola su voz tembló de angustia.
—Señora Barry, espero no molestarla. Soy Fran Simmons. Nos conocimos ayer, en casa de Molly Lasch.
—Sí, lo recuerdo. —Edna Barry cayó en la cuenta de su tono brusco—. Claro que me acuerdo —añadió con voz más relajada.
—Me pregunto si podría pasarme a verla un momento el sábado.
—¿El sábado?
Edna Barry buscó una razón para negarse a ver a Fran.
—Sí. A menos que el domingo o el lunes le vayan mejor.
¿Para qué aplazarlo?, decidió. Estaba claro que no iba a poder disuadir a aquella mujer.
—El sábado me va bien —dijo, tirante.
—¿A las once es demasiado temprano?
—No; está bien.
—Estupendo. Dígame su dirección, para asegurarme de que me han dado la correcta.
Cuando Fran colgó el teléfono, pensó que esa mujer era un saco de nervios. Noté la tensión en su voz. Ayer también estaba nerviosa, cuando fui a casa de Molly. ¿Por qué estará tan nerviosa?, se preguntó.
Edna Barry era la persona que había encontrado el cadáver de Gary Lasch. ¿Era posible que la decisión de Molly de volver a contratarla estuviera relacionada con alguna vaga intuición que albergara acerca de su versión de los acontecimientos?
Una interesante perspectiva, pensó Fran, mientras, tras echar un vistazo a la nevera, se ponía de nuevo el chaquetón con la idea de ir hasta P. J. Clarke y comprar una hamburguesa.
Mientras caminaba a paso vivo por la calle Cincuenta y seis, pensó en la interesante posibilidad de que tal vez Molly no fuera la única que sufriera falsificación de la memoria retrospectiva.