En cuanto conoció a Tim Mason, Fran supo que estaba enterado de su historia. Será mejor que me vaya acostumbrando, pensó. Veré esa reacción una y otra vez mientras viva en Greenwich. Lo único que ha de hacer la gente es sumar dos y dos. ¿Fran Simmons? Espera un momento. Simmons. La mirada inquisitiva. ¿De qué me suena ese apellido? Ah, claro. Su padre fue el que…
No durmió bien aquella noche, y se sentía deshecha cuando llegó a la oficina a la mañana siguiente. Un inmediato recordatorio de sus sueños angustiantes la esperaba sobre el escritorio: un mensaje de Molly Lasch, con el nombre del psiquiatra que la había tratado durante el juicio: «He llamado al doctor Daniels. Ahora está medio retirado, pero le gustará mucho verte. Su consulta está en Greenwich Avenue».
El doctor Daniels; el abogado de Molly, Philip Matthews; el doctor Peter Black; Calvin y Jenna Whitehall; Edna Barry, el ama de llaves que Molly había vuelto a contratar… Ésas eran las personas a las que Molly sugería entrevistar para iniciar la investigación, pero Fran tenía otras personas en mente. Annamarie Scalli, por ejemplo.
Cogió el mensaje de Molly y lo estudió. Empezaré con el doctor Daniels, decidió.
Molly Lasch se había puesto en contacto con John Daniels, y éste esperaba la llamada de Fran. Sugirió al instante que, si deseaba ir a su casa por la tarde, la recibiría con mucho gusto. Aunque acababa de cumplir setenta y cinco años y estaba medio retirado, no había abandonado por completo la práctica de su profesión, pese a las protestas de su mujer. Había demasiadas personas que aún dependían de él y su ayuda.
Creía que una de las pocas a las que había fallado era Molly Carpenter Lasch. La conocía desde pequeña, cuando a veces iba a cenar al club con sus padres. Había sido una chica muy guapa, siempre educada y tranquila, más de lo que correspondía a su edad. Nada en su carácter ni en la batería de tests a la que la había sometido después de su detención sugería que fuera capaz del brote violento que había ocasionado la muerte de Gary Lasch.
Su recepcionista, Ruthie Roitenberg, llevaba con él veinticinco años, y con el privilegio que le concedía tal longevidad en el empleo, no dudaba en emitir sus opiniones con toda franqueza o comunicarle los chismorreos que llegaban a sus oídos. Fue ella quien, después de saber que Fran Simmons aparecería a las dos, dijo:
—Doctor, ¿sabe de quién es hija?
—¿Debo saberlo?
—¿Recuerda al hombre que robó el dinero del fondo de la biblioteca y que luego se suicidó? Fran Simmons es su hija. Fue a la academia Cranden con Molly Carpenter.
John Daniels disimuló su sorpresa. Recordaba a Frank Simmons demasiado bien. Él mismo había donado diez mil dólares para el fondo de la biblioteca. Dinero tirado, gracias a Frank Simmons.
—Molly no me lo dijo. No debió considerarlo importante.
Su leve reprimenda pasó desapercibida.
—Yo, en su lugar, me habría cambiado el apellido —dijo Ruthie—. De hecho, creo que Molly haría bien en cambiar el suyo, largarse de aquí y empezar de nuevo. Todo el mundo piensa, doctor, que sería mucho mejor dejar de remover el asunto y declarar públicamente lo mucho que lamenta haber matado a ese pobre hombre.
—¿Y si hay otra explicación de su muerte?
—Doctor, los que creen eso todavía esperan encontrar un regalo debajo de la almohada cuando se les cae un diente.
Fran no debía aparecer por la cadena hasta el telediario de la noche, de modo que pasó la mañana en su despacho, confeccionando la lista de las entrevistas. Después compró un bocadillo y un refresco para tomarlos en el coche y partió hacia Greenwich a las doce y cuarto. Se fue con antelación suficiente a su cita con el doctor Daniels para dar una vuelta por la ciudad y reconocer los lugares que había conocido cuando vivía en la ciudad.
En menos de una hora llegó a las afueras de Greenwich. Una ligera capa de nieve había caído durante la noche, y los árboles, arbustos y jardines brillaban tenuemente bajo el sol invernal.
Es un lugar encantador, pensó Fran. No culpo a papá por querer integrarse en él. Bridgeport, donde su padre se había criado, se hallaba a media hora más al norte, pero había un mundo de diferencia entre el estilo de vida de ambas localidades.
La academia Cranden estaba en Round Hill Road. Pasó poco a poco por delante del campus, admiró su antiguo edificio de piedra, recordó los años que había pasado allí, pensó en las compañeras que había conocido mejor, y en las que había conocido superficialmente. Una de ellas era Jenna Graham, ahora Whitehall. Molly y ella siempre fueron íntimas, pensó Fran, aunque muy diferentes. Jenna era más segura de sí misma, y Molly muy reservada.
Pensó en Bobbitt Williams, asaltada por una oleada de ternura, que había estado en el equipo de baloncesto con ella. ¿Será posible que aún viva por aquí?, se preguntó Fran. Recordó que también estaba muy dotada para la música. Intentó que tomara clases de piano con ella, pero yo era una negada. Dios eliminó el talento musical de mis genes.
Mientras giraba por Greenwich Avenue, Fran comprendió con una punzada de dolor que deseaba llamar a alguna compañera de colegio, al menos a las que recordaba con afecto, como Bobbitt. Mi madre y yo nunca hablamos de los cuatro años que pasé aquí, pero existieron, y tal vez sea hora de que los asuma, pensó. Apreciaba a muchas personas. Quizá sea terapéutico ver a algunas.
¿Quién sabe?, pensó mientras echaba un vistazo a su agenda para comprobar la dirección del doctor Daniels, puede que algún día venga a esta ciudad sin revivir la ira y la vergüenza que he sentido desde el momento en que averigüé que mi padre era un estafador.
John Daniels pasó con Fran ante los ojos observadores de Ruthie y la invitó a entrar en su despacho. Le gustó lo que vio en Fran Simmons, una joven equilibrada, de hablar dulce, bien vestida en su estilo informal.
Debajo del abrigo llevaba una chaqueta de tweed marrón y pantalones de color tostado. Su cabello castaño claro, cuyo ondulado era natural, rozaba el cuello de la chaqueta. El doctor Daniels la observó con atención mientras se sentaba en la silla ante él. Era muy atractiva. Lo que de verdad le intrigaron fueron sus ojos, de un tono gris azulado poco habitual. El azul se intensifica cuando está contenta, pero vira a gris cuando se repliega. Meneó la cabeza, consciente de que se estaba dejando llevar por sus fantasías.
Tuvo que admitir que estaba examinando a Fran Simmons con tanto detenimiento debido a lo que Ruthie le había contado acerca de su padre. Confió en que ella no se hubiera dado cuenta.
—Doctor, ya sabe que estoy preparando un programa sobre Molly Lasch y la muerte de su marido —dijo Fran—. Tengo entendido que Molly le ha concedido permiso para hablar sin cortapisas conmigo.
—Así es.
—¿Fue paciente de usted antes de la muerte de su marido?
—No. Yo conocía a sus padres, sobre todo a través del club de campo. Se puede decir que vi a Molly crecer desde que era una niña.
—¿Observó algún comportamiento agresivo en ella?
—Nunca.
—¿La cree cuando dice que es incapaz de recordar los detalles concernientes a la muerte de su marido? Se lo preguntaré de otra manera. ¿Cree que no puede recordar los detalles sobre la muerte de su marido, o sobre haberlo encontrado agonizante o muerto?
—Creo que Molly dice la verdad, tal como ella la conoce.
—¿Qué quiere decir?
—Que lo sucedido aquella noche fue tan doloroso que lo ocultó en su inconsciente. ¿Lo sacará a la luz alguna vez? No lo sé.
—Si recobra la memoria de aquella noche, su sensación de que había alguien más en la casa cuando regresó, ¿será un recuerdo preciso?
Daniels se quitó las gafas y las limpió. Volvió a ponérselas, al tiempo que se daba cuenta, por ridículo que pareciera, que había llegado a depender tanto de ellas para hablar, que su ausencia le hacía sentir vulnerable.
—Molly Lasch sufre amnesia disociativa. Esto supone lapsos de memoria relacionados con acontecimientos sumamente estresantes y traumáticos. Es evidente que la muerte de su marido, independientemente de las causas, entra en esa categoría.
»Algunas personas que padecen este trauma responden bien a la hipnosis, y son capaces de recuperar recuerdos significativos, y con frecuencia fidedignos, del acontecimiento. Molly accedió a someterse a hipnosis antes del juicio, pero no funcionó. Piénselo bien. Estaba emocionalmente destrozada por la muerte de su marido, y aterrorizada por el juicio inminente, demasiado perturbada y frágil para dejarse hipnotizar con facilidad.
—¿Tiene alguna posibilidad de recuperar recuerdos precisos, doctor?
—Ojalá estuviera en condiciones de afirmar que Molly cuenta con grandes posibilidades de recobrar su memoria y limpiar su nombre. Para ser sincero, opino que, si alguna vez cree recordar algo, no será fiable. Si Molly recobra alguna noción de lo que sucedió aquella noche, es muy posible que esté desvirtuada por su deseo de modificar los hechos, pero eso no significará que ocurrió de esa forma. Ese fenómeno se conoce como «falsificación de la memoria retrospectiva».
Cuando salió de casa de Daniels, Fran se quedó sentada en su coche unos minutos mientras intentaba decidir qué hacer a continuación. Las oficinas del Greenwich Time se encontraban a escasas manzanas de distancia. De pronto pensó en Joe Hutnik. Trabajaba en el diario. Había cubierto la liberación de Molly. Había insistido en que creía en su culpabilidad. ¿Habría cubierto también el juicio?, se preguntó.
Parecía un tipo legal, pensó Fran, y con mucha experiencia en la profesión.
¿Tal vez demasiada?, susurró una voz en su interior. Quizá también había cubierto la historia de su padre. ¿De veras quieres enfrentarte a eso?
El sol se estaba apagando, oscurecido por nubes grises y espesas. Marzo, el mes impredecible, pensó Fran, mientras continuaba pensando en su siguiente movimiento. Qué demonios, decidió por fin, y sacó el móvil.
Quince minutos después estaba estrechando la mano de Joe Hutnik. Se encontraba en su cubículo, situado junto a la sala de redacción, llena de ordenadores, del Greenwich Time. Hutnik, de unos cincuenta años, cejas pobladas y oscuras y ojos inteligentes, indicó que tomara asiento en un sillón, cuya mitad estaba atestada de libros.
—¿Qué te trae a «la puerta de Nueva Inglaterra», como se conoce a nuestra hermosa ciudad, Fran? —No esperó respuesta—. Déjame adivinar: Molly Lasch. Se dice que estás preparando un programa sobre ella para Crímenes verdaderos.
—Los rumores corren demasiado aprisa para mi gusto —dijo Fran—. Joe, ¿podemos sincerarnos?
—Por supuesto. Siempre que no me cueste un titular.
Fran enarcó las cejas.
—Eres de los míos. Pregunta: ¿cubriste el juicio de Molly?
—¿Y quién no? Era una época que no abundaba en buenas noticias, y nos hizo un favor a todos.
—Joe, puedo obtener de Internet toda la información que necesite, pero por más testimonios que hayas leído, es más fácil juzgar la verdad cuando consigues ver el comportamiento de un testigo sometido a interrogatorio. Tú debes de estar convencido de que Molly Lasch mató a su marido.
—Por completo.
—Siguiente pregunta. ¿Cuál era tu opinión sobre el doctor Gary Lasch?
Joe Hutnik se reclinó en su silla y la hizo girar de un lado a otro mientras meditaba la respuesta.
—Fran, he vivido en Greenwich toda mi vida. Mi madre tiene setenta y seis años. Habla de cuando mi hermana padeció pulmonía, hace cuarenta años. Tenía tres meses. En aquellos tiempos los médicos venían a casa. Eran auténticos médicos de cabecera. No era lógico envolver en mantas a tus críos enfermos y llevarles a urgencias, ¿verdad?
Hutnik enlazó las manos sobre el escritorio.
—Vivíamos en lo alto de una bonita colina empinada. El doctor Lasch, Jonathan Lasch, o sea el padre de Gary, no pudo subir en coche a la colina. Las ruedas resbalaban. Salió del coche y subió hasta casa con la nieve hasta las rodillas. Eso fue a las once de la noche. Le recuerdo de pie, inclinado sobre mi hermana. La tenía iluminada con una luz potente, tendida sobre la mesa de la cocina. Se quedó con ella tres horas. Le dio una inyección de penicilina doble, y no regresó a casa hasta ver que respiraba sin dificultades y la fiebre había bajado. Por la mañana, volvió de nuevo para examinarla.
—¿Gary Lasch era esa clase de médico? —preguntó Fran.
Hutnik pensó un momento antes de contestar.
—Hay muchos médicos abnegados en Greenwich, y supongo que también en todas partes. ¿Era Gary Lasch uno de ellos? La verdad, no lo sé, Fran, pero por lo que he oído, él y su socio, Peter Black, eran más propensos a considerar la medicina un negocio que un servicio al prójimo.
—Da la impresión de que les ha ido muy bien. El hospital Lasch ha duplicado su tamaño desde la última vez que lo vi —comentó Fran, y confió en que su voz sonara serena.
—Desde que tu padre murió allí —se apresuró a decir Hutnik—. Escucha, llevo mucho tiempo en este oficio. Conocía a tu padre. Era un hombre estupendo. No hace falta que te diga que, como muchos ciudadanos, no me sentí nada complacido cuando todas las donaciones desaparecieron de la noche a la mañana. Ese dinero era para construir una biblioteca en uno de los barrios más humildes de la ciudad, para que los chicos pudieran frecuentarla cuando quisieran.
Fran se encogió de hombros y apartó la vista.
—Lo siento —dijo Hutnik—. No tendría que haber removido el pasado. Ciñámonos a Gary Lasch. Después de la muerte de su padre, trajo de Chicago a su compañero de estudios, el Doctor Peter Black. Convirtieron la clínica Jonathan Lasch en el hospital Lasch. Fundaron la Remington Health Management Organization, una de las HMO que más han prosperado.
—¿Qué opinas de las compañías de seguros médicos en general? —preguntó Fran.
—Lo que casi todo el mundo. Son una mierda. Incluso las mejores, y Remington entra en esa categoría, ponen a los médicos entre la espada y la pared. Casi todos los médicos han de integrarse en una, o incluso varias, de esas compañías, lo cual significa que sus diagnósticos están sujetos a revisión, y que no siempre se respeta su dictamen de que el paciente ha de ser derivado a un especialista. Además, los médicos tardan cierto tiempo en cobrar su sueldo, hasta el punto de que muchos se encuentran en una posición económica difícil. Envían a los pacientes a centros distantes, para evitar que repitan sus visitas. Y al mismo tiempo que contamos con fármacos y tratamientos susceptibles de mejorar la calidad de vida, los tíos que deciden si recibes un tratamiento son los mismos que ganan dinero si no lo recibes. Un gran progreso, ¿no crees?
Joe meneó la cabeza, indignado.
—Ahora mismo, Remington Health Management, es decir, el director general Peter Black y el presidente de la junta Cal Whitehall, nuestro magnate local, están negociando con el estado el permiso para absorber cuatro HMO más pequeñas. Si eso sucede, las acciones de la empresa subirán como la espuma. ¿Algún problema? Pues no. Salvo que la American National Insurance también quiere absorber a las HMO más pequeñas, y se habla de que tal vez lancen una opa hostil contra Remington.
—¿Es posible?
—¿Quién sabe? No me parece probable. Remington Health Management y el hospital Lasch gozan de buena fama. Han superado el escándalo del asesinato del doctor Gary Lasch y de la revelación de que estaba tonteando con una joven enfermera, pero estoy seguro de que a Black y Whitehall les hubiera gustado cerrar el trato antes de que Molly Lasch volviera a la ciudad, insinuando que la historia del asesinato del doctor era más complicada de lo que en principio parecía.
—¿Cómo podría afectar eso a la fusión? —preguntó Fran.
Joe se encogió de hombros.
—Cariño, aunque te parezca raro, la sordidez está pasada de moda, al menos de momento. El presidente de la American National es un ex secretario de Sanidad que ha jurado reformar las compañías de seguros médicos. Remington aún lleva las de ganar en la pugna, pero en este mundo enloquecido, cualquier granizada puede echar a perder la cosecha. Y cualquier insinuación de escándalo puede dar al traste con el trato.