Annamarie Scalli recorrió a paso vivo la manzana en dirección a la modesta casa de Yonkers donde comenzaba sus rondas diarias de atención domiciliaria a la tercera edad. Después de más de cinco años de trabajar para el servicio social, había hecho las paces con su vida, al menos hasta cierto punto. Ya no echaba de menos su trabajo de enfermera en el hospital, que tanto le gustaba. Ya no miraba cada día las fotografías del niño que había entregado en adopción. Después de cinco años, había contraído el acuerdo con los padres adoptivos de que ya no debían enviarle una foto anual. Habían transcurrido meses desde que había recibido la última foto del niño que tanto se parecía a su padre, Gary Lasch.
Ahora utilizaba su apellido materno, Sangelo. Su cuerpo se había ensanchado, y ya gastaba la misma talla de su madre y su hermana. El cabello oscuro que antes resbalaba sobre sus hombros se había transformado en una aureola rizada alrededor de su cara en forma de corazón. A los veintinueve años parecía lo que era en realidad: competente, metódica, bondadosa. Nada en su apariencia recordaba a la curvilínea «tercera en discordia» relacionada con el asesinato del doctor Gary Lasch.
Dos noches antes, Annamarie había visto el reportaje sobre las declaraciones de Molly Lasch a los medios de comunicación. La visión, en segundo término, del penal de Niantic le había provocado un malestar casi físico. Desde entonces vivía atormentada por el recuerdo de aquel día, tres años antes, en que una necesidad desesperada la había impulsado a pasar en coche por delante de la prisión. Había intentado imaginarse en su interior. Ahí es donde debería estar, susurró para sí mientras subía los agrietados peldaños de cemento que conducían a la casa del señor Olsen. Sin embargo, cuando aquel día había pasado ante la prisión, su valentía la había abandonado, y había vuelto directamente a su pequeño apartamento de Yonkers. Era la única vez que había estado a punto de llamar a aquel abogado paternal al que había atendido en el hospital Lasch, para pedirle que la ayudara a entregarse al fiscal del estado.
Mientras llamaba al timbre del señor Olsen, entraba con su llave y saludaba con un risueño «Buenos días», Annamarie experimentó la ominosa sensación de que el renovado interés por el asesinato de Lasch desembocaría de forma inevitable en un renovado interés por localizarla. Y ella no deseaba que eso sucediera.
Tenía miedo de que eso sucediera.