Molly había entregado a Fran una lista de las personas con las que tal vez desearía empezar sus entrevistas. La primera de la lista era el socio de Gary, el doctor Peter Black. «Nunca volvió a dirigirme la palabra después de la muerte de Gary», le dijo. Después, Jenna Whitehall: «Te acordarás de ella de Cranden, Fran». El marido de Jenna, Cal: «Cuando necesitaron un crédito para lanzar Remington, Cal se encargó de los trámites». El abogado de Molly, Philip Matthews: «Todo el mundo piensa que fue maravilloso porque me consiguió una sentencia leve, y después luchó por la libertad condicional. Me gustaría más si creyera que jamás dudó de mi culpabilidad». Edna Barry: «Todo estaba en perfecto orden cuando llegué a casa ayer. Fue casi como si no hubieran transcurrido esos cinco años y medio».
Fran había pedido a Molly que hablara con todos ellos y les informara de que llamaría. Pero cuando Edna Barry se despidió de ella antes de marcharse, Molly no tuvo ganas de decírselo.
Por fin, Molly había entrado en la cocina y echado un vistazo a la nevera. Vio que la señora Barry había pasado por la charcutería. El pan de centeno con semillas de alcaravea, el jamón de Virginia y el queso suizo que había pedido estaban allí. Los sacó, preparó un bocadillo muy complacida, volvió a abrir la nevera y encontró la mostaza picante que tanto le gustaba.
Y unos encurtidos, pensó. Hace años que no me apetecía encurtidos. Sonrió, llevó el plato a la mesa, se sirvió una taza de té y buscó el periódico local.
Se encogió cuando vio una foto de sí misma en la portada. El titular rezaba: «Molly Carpenter Lasch en libertad después de cinco años y medio de cárcel». El artículo repetía los detalles de la muerte de Gary, la confesión voluntaria y su declaración de inocencia a las puertas de la prisión.
Más difícil de leer fue la parte dedicada a los antecedentes de su familia. El artículo incluía un perfil de sus abuelos, pilares de la sociedad de Greenwich y Palm Beach, más una lista de sus logros y obras de caridad. También comentaba la excelente carrera de su padre en los negocios, la distinguida historia del padre de Gary en el campo de la medicina, y la modélica compañía de seguros médicos que Gary había fundado con el doctor Peter Black.
Todos buena gente, con una serie de logros impresionantes, pero todo convertido en jugosos chismes por mi culpa, pensó Molly. Desganada, apartó el bocadillo. Como ya le había ocurrido en otros momentos del día, la sensación de fatiga y sueño era abrumadora. El psiquiatra de la prisión la había tratado de su depresión, y aconsejado que fuera a ver al médico que la había atendido mientras esperaba el juicio.
—Me dijiste que el doctor Daniels te caía bien, Molly. Dijiste que te sentías a gusto con él, porque te creyó cuando afirmaste que no recordabas nada sobre la muerte de Gary. Recuerda que un cansancio extremo puede ser un síntoma de la depresión.
Mientras Molly se masajeaba la frente para intentar repeler un principio de dolor de cabeza, recordó que el doctor Daniels le había caído muy bien, y por eso había incluido su nombre en la lista entregada a Fran. Quizá trataría de concertar una cita con él. Más importante aún, telefonearía y le diría que, si Fran Simmons llamaba, tenía permiso para hablar de ella con toda libertad.
Molly se levantó de la mesa, arrojó el resto del bocadillo a la basura y subió a su dormitorio con el té. El timbre del teléfono estaba desconectado, pero decidió escuchar el contestador automático, por si había mensajes.
Su número de teléfono no constaba en el listín telefónico, de modo que muy pocas personas lo sabían: sus padres, Philip Mathews y Jenna. Ésta había llamado dos veces. «Molly, me da igual lo que digas, pasaré esta noche —anunciaba el mensaje—: Iré con la cena a las ocho».
Me alegraré de verla, admitió Molly mientras volvía a subir la escalera. Ya en el dormitorio, terminó el té, se quitó los zapatos, se tendió sobre la colcha y se envolvió con ella. Cayó dormida al instante.
Tuvo sueños interrumpidos. En ellos, estaba en la casa. Intentaba hablar con Gary, pero él la rechazaba. Entonces, se oía un sonido… ¿Qué era? Si pudiera reconocerlo, todo se aclararía. Ese sonido… ¿Qué era?
Despertó a las seis y media, con lágrimas en los ojos. Tal vez sea una buena señal, pensó. Por la mañana, cuando habló con Fran, fue la primera vez que lloró desde la semana pasada en Cape Cod, casi seis años atrás, cuando no había hecho otra cosa que llorar. En el momento en que averiguó que Gary estaba muerto, fue como si algo en su interior se secara, adquiriera una aridez absoluta. Desde aquel día, se había quedado sin lágrimas.
Bajó de la cama a regañadientes, se mojó la cara, se cepilló el pelo, se puso un jersey beige y unos calcetines cómodos. Después se adornó con unos pendientes y un toque de maquillaje. Cuando Jenna la visitaba en la cárcel, la animaba a llevar maquillaje en la sala de visitas. «Hay que esmerarse, Molly. Recuerda nuestro lema».
Encendió la chimenea de gas del salón que había frente a la cocina. Las noches que pasaban en casa, a Gary y ella les encantaba ver viejas películas juntos. Su colección de clásicos aún ocupaba las estanterías.
Pensó en las personas a las que debía llamar para que colaboraran con Fran Simmons. Estaba indecisa sobre una. No quería llamar a Peter Black a su despacho, pero quería que aceptara hablar con Fran, así que decidió llamarle a casa. Y en lugar de aplazarlo, lo haría esta noche. No; lo haría ahora mismo.
Apenas había pensado en Peter durante casi seis años, pero en cuanto oyó su voz, la asaltaron recuerdos de las cenas que Peter celebraba. Por lo general, eran ellos seis: Jenna y Cal, Peter y su mujer o amante de turno, Gary y ella.
No culpaba a Peter por no querer saber nada de ella. Sabía que ella actuaría de la misma manera si alguien hacía daño a Jenna. Vieja amiga, mejor amiga. Era la letanía que se dedicaban mutuamente.
Esperaba oír que Peter no estaba en casa, y se quedó sorprendida cuando el hombre cogió el teléfono. Molly dijo lo que debía decir, vacilante pero con rapidez.
—Mañana, Fran Simmons, de la NAF-TV, llamará para concertar una cita contigo. Está preparando un programa de Crímenes verdaderos sobre la muerte de Gary. Me da igual lo que digas de mí, pero por favor recíbela, Peter. Fran dijo que sería mejor contar con tu colaboración, te lo advierto, porque en caso contrario ya encontraría una forma de conseguir información.
Esperó. Tras una larga pausa, Peter Black dijo en voz baja:
—Pensaba que tendrías la decencia de dejarnos en paz, Molly. —Su voz era tensa, aunque arrastraba un poco las palabras—. ¿No crees que la reputación de Gary merece algo mejor que sacar a la luz de nuevo la historia de Annamarie? Pagaste un precio muy pequeño por lo que hiciste. Te lo advierto, tú serás la perjudicada en última instancia si un programa de televisión barato reproduce tu crimen ante una audiencia nacional…
El clic del teléfono al colgarse quedó casi apagado por el timbre de la puerta.
Durante las dos horas siguientes, Molly pensó que la vida casi volvía a ser normal. Jenna no sólo había traído cena, sino una botella del mejor Montrachet de Cal. Bebieron vino en el salón y cenaron en una mesita auxiliar de la misma estancia. Jenna dominó la conversación, mientras explicaba los planes que había hecho para su amiga. Molly iría a Nueva York, pasaría unos cuantos días en el apartamento, iría de compras y al nuevo salón de belleza que Jenna había descubierto, donde se sometería a un cambio de imagen total.
—Pelo, cara, uñas, cuerpo, todo el lote —dijo Jenna en tono triunfal—. Voy a dedicar mi tiempo libre a estar contigo. —Sonrió—. Dime la verdad. Estoy muy buena, ¿verdad?
—Eres un anuncio ambulante para el régimen que sigas —admitió Molly—. Ya me apuntaré a eso, pero de momento no.
Dejó la copa sobre la mesa.
—Jen, Fran Simmons ha venido hoy. Tal vez te acuerdes de ella. Fue a Cranden con nosotras.
—Su padre se pegó un tiro, ¿verdad? Era el tipo que se apropió del dinero de la biblioteca.
—Exacto. Ahora es una periodista de investigación, y trabaja para la NAF-TV. Va a hacer un programa sobre la muerte de Gary para Crímenes verdaderos.
Jenna Whitehall no intentó disimular su alarma.
—¡No, Molly!
Ésta se encogió de hombros.
—No esperaba que lo comprendieras, y sé que tampoco comprenderás lo que voy a decirte ahora, Jenna. He de ver a Annamarie Scalli. ¿Sabes dónde vive?
—¡Estás loca, Molly! ¿Por qué quieres ver a esa mujer? Pensar que…
—Pensar que si no hubiera coqueteado con mi marido, él seguiría vivo, ¿verdad? ¿Te refieres a eso? Bien, de acuerdo, pero he de verla. ¿Aún vive en la ciudad?
—No tengo ni idea. Según creo, aceptó las condiciones de Gary, se fue de la ciudad y nadie ha sabido de ella desde entonces. La habrían llamado a testificar en el juicio, pero no fue necesario después de la confesión voluntaria.
—Jen, quiero que pidas a Cal que su gente la localice. Todos sabemos que Cal puede conseguir cualquier cosa, o al menos ordenar a alguien que lo haga por él.
La «omnipotencia» de Cal era un chiste privado entre ellas desde hacía tiempo. Sin embargo, Jen no rió.
—No me pidas eso —dijo con voz tensa.
Molly creyó comprender los motivos de su reticencia.
—Has de entender una cosa, Jenna. He pagado el precio de la muerte de Gary, tanto si fui responsable como si no. Creo que, a estas alturas, me he ganado el derecho a saber qué sucedió aquella noche, y por qué. He de comprender mis acciones y reacciones. Tal vez después seré capaz de seguir adelante. He de reemprender algo parecido a una vida normal.
Molly se levantó, entró en la cocina y volvió con el periódico de la mañana.
—Quizá lo hayas visto ya. Es la clase de basura que me perseguirá hasta el fin de mis días.
—Lo he leído. —Jenna apartó el periódico y cogió las manos de Molly—. Un hospital, al igual que una persona, puede perder su reputación a causa de un escándalo. Todas las habladurías sobre la muerte de Gary, incluyendo la revelación de su lío con una joven enfermera, rematado todo ello por el juicio, perjudicaron mucho al hospital. Está haciendo un buen trabajo por la comunidad, y Remington Health Management está prosperando en un momento en que muchas otras HMO padecen graves problemas. Por tu bien, y por el del hospital, deshazte de Fran Simmons y dile que se olvide de encontrar a Annamarie Scalli.
Molly meneó la cabeza.
—Piénsalo bien —insistió Jenna—. Ya sabes que te apoyaré, hagas lo que hagas, pero antes de nada piensa en el plan A.
—Vamos a la ciudad y me someto a un cambio de imagen. Es eso, ¿verdad?
Jenna sonrió.
—No lo dudes. —Se levantó—. Bien, debo marcharme. Cal me estará echando de menos.
Caminaron hasta la puerta de la calle cogidas del brazo. Jenna apoyó la mano sobre el pomo, y vaciló.
—A veces me gustaría que aún estuviéramos en Cranden, para empezar desde cero, Moll. La vida era mucho más fácil entonces. Cal es diferente de ti y de mí. No se ciñe a las mismas reglas. Las cosas y las personas que le causan pérdidas de dinero se convierten en sus enemigos.
—¿Incluyéndome a mí? —preguntó Molly.
—Temo que sí. —Jenna abrió la puerta—. Te quiero, Molly. No te olvides de cerrar la puerta con llave y conectar el sistema de alarma.