Peter Black volvía a su casa de Old Church Road en coche por las calles a oscuras. En otro tiempo había sido la cochera de una gran mansión. La había comprado durante su segundo matrimonio, que, como el primero, había terminado al cabo de pocos años. Su segunda esposa, no obstante, al contrario de la primera, tenía un gusto exquisito, y después de que le abandonara, Black no había hecho ningún esfuerzo por cambiar la decoración. La única alteración había consistido en añadir un bar y abastecerlo con generosidad. Su segunda esposa era abstemia.
Peter había conocido a su fallecido socio, Gary Lasch, en la facultad de medicina, donde se habían hecho amigos. Fue después de la muerte del padre de Gary, el doctor Jonathan Lasch, cuando Gary acudió a Peter con una propuesta.
—Las compañías de seguros médicos constituyen la última palabra de la medicina —dijo—. La clínica con fines no lucrativos de mi padre no puede continuar así. La ampliaremos, obtendremos beneficios de ella y fundaremos nuestra propia HMO.
Gary, distinguido con un apellido famoso en el mundo de la medicina, había sustituido a su padre al frente de la clínica, que más tarde se convirtió en el hospital Lasch. El tercer socio, Cal Whitehall, se sumó cuando juntos fundaron la Remington Health Management Organization.
Ahora, el estado estaba a punto de aprobar la adquisición por parte de Remington de varias HMO más pequeñas. Todo iba bien, pero el acuerdo aún no estaba firmado. Habían llegado al último paso en la cuerda floja. El único problema radicaba en que la American National Insurance también estaba pugnando por adquirir las empresas.
Pero todo podía irse al traste, se recordó Peter mientras aparcaba delante de su casa. No tenía intención de salir por la noche, pero hacía frío y le apetecía una copa. Pedro, su cocinero y mayordomo desde tiempo inmemorial, que residía en la casa, ya metería el coche en el garaje más tarde.
Peter entró y fue a la biblioteca. La habitación siempre era acogedora, con el fuego ardiendo y la televisión conectada en el canal de noticias. Pedro apareció al instante y formuló la habitual pregunta nocturna:
—¿Lo de siempre, señor?
Lo de siempre era un whisky escocés con hielo, excepto cuando Peter pedía un bourbon o un vodka.
El primer escocés, que bebió con lentitud, paladeando cada sorbo, empezó a calmar los nervios de Peter. Una pequeña bandeja de salmón ahumado aplacó la escasa hambre que sentía. No le gustaba cenar hasta una hora después de haber llegado a casa, como mínimo.
Se llevó el segundo escocés a la ducha. Pasó con el resto de la copa al dormitorio, se puso unos pantalones cómodos y una camisa de cachemira de manga larga. Por fin, casi relajado, y con la preocupante sensación de que algo iba mal un poco mitigada, bajó a la planta.
Peter Black solía cenar con amigas. En su posición renovada de hombre soltero, le llovían invitaciones de mujeres atractivas y socialmente deseables. Las noches que pasaba en casa se llevaba un libro o una revista a la mesa. Esta noche hizo una excepción. Mientras cenaba pez espada al horno y espárragos al vapor, y bebía una copa de Saint Emilion, reflexionaba en silencio, pensando en las reuniones futuras relativas a la fusión.
El teléfono de la biblioteca no interrumpió sus pensamientos. Pedro se encargaría de explicar a quien llamaba que Black le telefonearía más tarde. Por eso, cuando Pedro entró en el comedor con el teléfono inalámbrico en la mano, Peter enarcó las cejas, irritado.
Pedro cubrió el auricular y susurró:
—Perdone, doctor, pero pensé que preferiría contestar a esta llamada. Es la señora Molly Lasch.
Peter Black vació la copa de vino de un solo trago, sin saborearla, y cogió el teléfono. Su mano temblaba.