El tráfico de la I-95 se parece cada vez más al de California, pensó Fran mientras estiraba el cuello en busca de una oportunidad para cambiar de carril. Casi de inmediato se arrepintió de no haber cogido la Merritt Parkway. El camión con remolque que iba delante emitía un estruendo colosal, como si se estuviera produciendo un bombardeo, pero iba a quince kilómetros por debajo del límite de velocidad, lo cual convertía la experiencia de ir detrás de él en doblemente irritante.
Durante la noche el cielo se había despejado, pero, como había dicho el prudente hombre del tiempo de la CBS, «hoy habrá nubes y claros, con posibilidad de algunos chubascos».
Lo cual abarcaba todas las situaciones posibles, decidió Fran, y entonces se dio cuenta de que se estaba concentrando en el tiempo y la conducción porque estaba nerviosa.
A medida que cada giro de las ruedas la acercaba más a Greenwich y a su cita con Molly Carpenter Lasch, notaba que sus pensamientos regresaban una y otra vez a la noche en que su padre se había pegado un tiro. Sabía por qué. Para llegar a casa de Molly tendría que pasar por delante de Barley Arms, el restaurante donde las había llevado a ella y a su madre en la que resultó ser su última cena.
Detalles en los que no pensaba desde hacía años aparecieron en su mente, hechos peculiares sin importancia que, por algún motivo, se adherían a su memoria. Pensó en la corbata que llevaba su padre, fondo azul con un pequeño dibujo a cuadros verde. Recordó que era muy cara, su madre lo había comentado cuando llegó la factura: «¿Está tejida con hilo de oro, Frank? Es un precio exorbitante por un trozo tan pequeño de tela».
Llevó por primera vez la corbata aquel último día, pensó Fran. Durante la cena, su madre había dicho en broma que la guardara para el día de mi graduación. ¿Había algo simbólico en el hecho de ponerse algo tan extravagantemente caro, cuando sabía que iba a suicidarse por problemas de dinero?
Ya faltaba poco para la salida de Greenwich. Fran abandonó la I-95, y se recordó que la Merritt Parkway sería más directa. Después empezó a buscar las calles laterales que, al cabo de tres kilómetros, la conducirían al barrio donde había vivido cuatro años. Cayó en la cuenta de que temblaba, a pesar de la calefacción del coche.
Cuatro años formativos, se dijo. Muy formativos.
Cuando pasó ante el Barley Arms, se negó a dirigir una sola mirada hacia el aparcamiento, oculto en parte, donde su padre se había descerrajado un tiro en el asiento posterior del coche familiar.
También evitó la calle en la que había vivido aquellos cuatro años. Ya habrá tiempo para eso, pensó. Pocos minutos después, se detuvo ante la casa de Molly, un edificio de estuco marfileño de dos plantas, con postigos marrón oscuro.
Una mujer regordeta de unos sesenta años, con una mata de cabello cano y risueños ojillos, abrió la puerta casi antes de que el dedo de Fran pulsase el timbre. Fran la reconoció gracias a los recortes que guardaba del juicio. Era Edna Barry, el ama de llaves cuyo testimonio tanto había perjudicado a Molly. ¿Por qué la habría vuelto a contratar?, se preguntó Fran, estupefacta.
Mientras se estaba quitando el abrigo, sonaron pasos en la escalera. Un momento después, Molly cruzó corriendo el vestíbulo para recibirla.
Se estudiaron durante un momento. Molly vestía tejanos de algodón y una camisa azul con las mangas subidas hasta los codos. Llevaba el pelo recogido en vertical, sujeto de tal forma que algunos mechones caían alrededor de su cara. Como Fran había observado en la prisión, parecía demasiado delgada, y finas arrugas empezaban a circundar sus ojos.
Fran se había puesto su atavío diurno favorito, un traje pantalón a rayas finas cortado a su medida, y se sintió de repente engalanada en exceso. Luego se recordó con brusquedad que, si quería hacer un buen trabajo, era preciso que se diferenciara de aquella adolescente insegura de Cranden.
Molly fue la primera en hablar.
—Fran, tenía miedo de que cambiaras de opinión. Me sorprendió verte en la cárcel ayer, y cuando te vi en el telediario de anoche me quedé muy impresionada. Fue entonces cuando se me ocurrió esta loca idea de que tal vez podrías ayudarme.
—¿Por qué iba a cambiar de opinión, Molly?
—He visto el programa Crímenes verdaderos. Era muy popular en la prisión, y observé que no tocan muchos casos cerrados. Pero mis temores eran infundados: estás aquí. Empecemos. La señora Barry ha preparado café. ¿Una taza?
—Gracias.
Fran siguió a Molly por un pasillo situado a la derecha. Consiguió echar un vistazo a la sala de estar, y se fijó en los muebles, de gusto exquisito y aspecto caro.
Molly se detuvo ante la puerta del estudio.
—Esto era el estudio de Gary. Aquí fue donde lo encontraron. Antes de que nos sentemos me gustaría que vieras algo.
Entró en el estudio y se detuvo junto al sofá.
—El escritorio de Gary estaba aquí —explicó—, encarado hacia las ventanas delanteras, lo cual significa que daba la espalda a la puerta. Dicen que yo entré, agarré una escultura de la mesa auxiliar que estaba allí —volvió a señalar— y la descargué sobre su cabeza.
—Y accediste a declararte culpable porque tu abogado y tú pensasteis que el jurado te condenaría —dijo en voz baja Fran.
—Fran, quédate donde estaba el escritorio. Iré al vestíbulo. Abriré y cerraré la puerta de la calle. Te llamaré. Después volveré aquí. Ten paciencia, por favor.
Fran asintió y entró en el estudio. Se detuvo en el punto indicado por Molly.
El pasillo no estaba alfombrado, y oyó alejarse a Molly, y un momento después que la llamaba.
Lo que quiere probar es que, si Gary hubiese estado vivo, la habría oído, pensó Fran.
Molly volvió.
—Me oíste llamarte, ¿verdad Fran?
—Sí.
—Gary me telefoneó a Cape Cod. Me rogó que le perdonara. No quise hablar con él en aquel momento. Dije que le vería el domingo por la noche, a eso de las ocho. Llegué un poco antes, pero aún así tenía que estar esperándome. ¿No crees que, si hubiera podido, se habría levantado o al menos habría vuelto la cabeza al oírme? Habría sido absurdo que no me hubiera hecho caso. El piso no estaba alfombrado como ahora. Aunque no me hubiera oído llamarle, me habría oído sin la menor duda en cuanto entré en la habitación. Y se habría vuelto. ¿Quién no lo habría hecho?
—¿Qué dijo tu abogado cuando le explicaste esto? —preguntó Fran.
—Que tal vez Gary se había dormido sobre el escritorio. Philip llegó a sugerir que la historia podía volverse contra mí, pues podían pensar que llegué a casa y me enfurecí porque Gary no estuviera loco de impaciencia por recibirme.
Molly se encogió de hombros.
—Bien, eso es todo por mi parte. Ahora, dejaré que me hagas preguntas. ¿Nos quedamos aquí, o te sentirás más cómoda en otra habitación?
—Creo que eres tú quien debe decidirlo, Molly.
—En ese caso, nos quedaremos aquí. En el lugar de los hechos. —Lo dijo con tono inexpresivo, sin sonreír.
Se sentaron en el sofá. Fran sacó la grabadora y la dejó sobre la mesa.
—Espero que no te importe, pero he de grabarlo.
—Ya me lo suponía.
—No te olvides de esto, Molly. La única forma en que puedo perjudicarte cuando hagamos este programa, será concluirlo con una frase como «Las pruebas abrumadoras sugieren que, pese a las repetidas afirmaciones de Molly Lasch de que no recuerda haber causado la muerte de su marido, no parece existir otra explicación plausible».
Por un instante, los ojos de Molly brillaron debido a las lágrimas.
—Eso no sorprendería a nadie —dijo—. Es lo que todo el mundo cree.
—Pero si hay otra respuesta, Molly, sólo podré ayudarte si eres totalmente sincera conmigo. No me ocultes nada, aunque alguna pregunta te resulte incómoda.
Molly asintió.
—Después de cinco años y medio en la cárcel, sé muy bien lo que significa la falta de intimidad. Si pude sobrevivir a eso, soportaré tus preguntas.
La señora Barry trajo café. Fran adivinó, por su mueca, que la mujer no aprobaba el hecho de que se hubieran quedado en aquella habitación. Intuía que el ama de llaves intentaba proteger a Molly, pero sus declaraciones en el juicio la habían perjudicado en gran manera. La señora Barry está en la lista de las personas a las que he de interrogar, y en un puesto destacado, pensó Fran.
Durante las dos horas siguientes, Molly contestó a las preguntas de Fran, en apariencia sin vacilar. A partir de las respuestas, Fran averiguó que la muchacha a la que había conocido superficialmente se había convertido en una mujer, y que poco después de graduarse en la universidad se había enamorado de un apuesto médico diez años mayor que ella, con el cual se había casado.
—Yo trabajaba en Vogue —contó Molly—. Me encantaba el trabajo y empecé a ascender deprisa. Después, cuando me quedé embarazada, sufrí un aborto. Pensé que tal vez era culpa de los horarios tan apretados y de los trayectos de ida y vuelta de casa a la ciudad, así que renuncié.
Hizo una pausa.
—Deseaba un hijo con todas mis fuerzas —continuó con voz triste. Intenté quedarme embarazada durante cuatro años más, y cuando por fin lo conseguí, volví a perderlo otra vez.
—Molly, ¿cómo era la relación con tu marido?
—En otro tiempo la habría calificado de perfecta. Gary me prestó mucho apoyo cuando tuve el segundo aborto. Siempre decía que le era de gran utilidad, que no podría haber lanzado Remington Health Management sin mi ayuda.
—¿A qué se refería?
—A mis contactos, supongo. Los contactos de mi padre. Jenna Whitehall fue una gran ayuda. Era Jenna Graham, supongo que la recordarás de Cranden.
—Me acuerdo de Jenna. —Otro miembro de la gente guapa, pensó Fran—. Fue presidenta de nuestra clase en el último año.
—Exacto. Siempre fuimos muy buenas amigas. Jenna me presentó a Gary y Cal en una recepción ofrecida en el club de campo. Más tarde, Cal se convirtió en socio de Gary y Peter Black. Cal es un mago de las finanzas y consiguió que algunas empresas importantes firmaran contratos con Remington. —Sonrió—. Mi padre también significó una gran ayuda, por supuesto.
—Quiero hablar con los Whitehall —dijo Fran—. ¿Me echarás una mano?
—Sí, yo también quiero hablar con ellos.
Fran vaciló.
—Molly, hablemos de Annamarie Scalli. ¿Dónde está ahora?
—No tengo ni idea. Según creo, el niño nació el verano posterior a la muerte de Gary, y fue entregado en adopción.
—¿Sospechabas que Gary mantenía relaciones con otra mujer?
—Jamás. Siempre confié en él a pies juntillas. El día que lo descubrí, yo estaba arriba y descolgué el teléfono para hacer una llamada. Gary estaba hablando, y cuando ya iba a colgar, le oí decir: «Annamarie, te estás poniendo histérica. Yo me ocuparé de ti, y si decides quedarte el niño, te apoyaré».
—Por su tono, ¿cómo dirías que estaba?
—Irritado y nervioso. Al borde del pánico.
—¿Cómo reaccionó Annamarie?
—Dijo «¿Cómo he podido ser tan idiota?», y colgó.
—¿Qué hiciste tú, Molly?
—Me quedé estupefacta. Bajé la escalera corriendo. Gary estaba aquí, delante del escritorio, a punto de irse al trabajo. Yo había conocido a Annamarie en el hospital. Le interrogué sobre lo que acababa de escuchar. Admitió que se había liado con ella, pero dijo que era una locura y que se arrepentía de todo corazón. Estaba a punto de llorar, y me suplicó que le perdonara. Yo estaba furiosa. Tuvo que irse al hospital. La última vez que le vi vivo fue cuando cerré la puerta después de que saliera. Un espantoso recuerdo para el resto de mi vida.
—Le querías, ¿verdad? —preguntó Fran.
—Le quería, confiaba en él y creía en él, o al menos eso me dije. Ahora ya no estoy tan segura. A veces lo dudo. —Suspiró y meneó la cabeza—. En cualquier caso, estoy segura de que la noche que volví de Cape Cod estaba mucho más herida y triste que furiosa. —Una expresión de profunda tristeza apareció en sus ojos. Cruzó los brazos y sollozó—. ¿Entiendes por qué he de demostrar que yo no le maté?
Fran se fue unos minutos más tarde. Todos sus instintos le decían que la reacción precipitada de Molly era la clave de que deseara con tanto ahínco ser exculpada. Quería a su marido, y hará lo posible por encontrar a alguien que le diga que existe una posibilidad de que no le matara. Es probable que no lo recuerde, pero sigo creyendo que ella lo hizo. Es una pérdida de tiempo y dinero para la NAF-TV intentar suscitar serias dudas sobre su culpabilidad.
Se lo diré a Gus, pensó, pero antes voy a averiguar todo lo que pueda sobre Gary Lasch.
Guiada por un impulso, se desvió antes de llegar a la Merritt Parkway para pasar por delante del hospital Lasch, que había sustituido a la clínica privada fundada por Jonathan Lasch, el padre de Gary. Allí condujeron a su padre después de que se pegara un tiro, y allí había muerto, siete horas más tarde.
Se quedó estupefacta al ver que el hospital era ahora el doble de extenso de lo que recordaba. Había un semáforo delante de la entrada principal, que en ese momento se puso en rojo. Mientras esperaba, examinó las instalaciones, observó las alas añadidas al edificio principal, el nuevo pabellón erigido en el lado derecho de la propiedad, el garaje elevado.
Buscó con una punzada de dolor la ventana de la sala de espera del tercer piso, donde había esperado noticias de su padre, si bien en el fondo sabía que no había nada que hacer.
Éste será un buen lugar para venir a hablar con gente, pensó Fran. El semáforo cambió, y cinco minutos después se encontraba en el acceso a la Merritt Parkway. Mientras conducía hacia el sur entre el veloz tráfico, reflexionó sobre el hecho de que Gary Lasch hubiera conocido y seducido a Annamarie Scalli, una joven enfermera del hospital, y que esa indiscreción le había costado la vida.
Pero ¿fue ésa su única indiscreción?, se preguntó de repente.
Existían posibilidades de que hubiera cometido un error monumental, al igual que su padre, pero por lo demás era el ciudadano importante, excelente médico y devoto protector de la salud que la gente conocía y recordaba.
Pero quizá no, se dijo Fran cuando cruzó la frontera entre Connecticut y Nueva York. Llevo en este oficio el tiempo suficiente para esperar lo inesperado.