Gus Brandt, productor ejecutivo de la cadena por cable NAF, levantó la vista de su escritorio. Sus oficinas se encontraban en el número 30 de la plaza Rockefeller, en Manhattan. Fran Simmons, a la que acababa de contratar como periodista investigadora para el telediario de las seis, y para colaborar con regularidad en su nuevo programa Crímenes verdaderos, había entrado en su despacho.
—Todo el mundo lo sabe —dijo, muy exaltado—. Molly Carpenter Lasch ha obtenido la libertad condicional. Saldrá la semana que viene.
—¡Ha conseguido la condicional! —Exclamó Fran—. Me alegro mucho.
—No estaba seguro de que recordaras el caso. Hace seis años vivías en California. ¿Qué sabes al respecto?
—Todo. No olvides que fui a la academia Cranden de Greenwich con Molly. Encargué que me enviaran los periódicos locales durante todo el juicio.
—¿Fuiste al colegio con ella? Eso es estupendo. Quiero todo su historial para la serie lo antes posible.
—Claro, Gus, pero no pienses que tengo enchufe con Molly —le advirtió Fran—. No la veo desde el verano que nos graduamos, y eso fue hace catorce años. Cuando me matriculé en la Universidad de California mi madre se mudó a Santa Bárbara, y perdí el contacto con toda la gente de Greenwich.
En realidad, existían muchos motivos para que su madre y ella se trasladaran a California, alejándose de Connecticut lo máximo que su memoria podía permitir. El día de la graduación de Fran, su padre las había llevado a ella y a su madre a cenar para celebrarlo.
Al final de la comida, brindó por el futuro de Fran, besó a ambas y después, con la excusa de que se había dejado el billetero en el coche, fue al aparcamiento y se descerrajó un tiro en la cabeza. Durante los días siguientes se esclareció el motivo aparente de su suicidio. Una investigación determinó rápidamente que se había apropiado mediante maniobras ilícitas de cuatrocientos mil dólares de los fondos destinados a construir la biblioteca pública de Greenwich, que él había aceptado presidir.
Gus Brandt ya estaba enterado de la historia, por supuesto. La había sacado a colación cuando fue a Los Angeles para ofrecerle el empleo en la cadena.
—Escucha, son cosas del pasado. No hace falta que te escondas en California, y además, unirte a nosotros es lo que más te conviene. Todo el mundo que trabaja en esta profesión ha de trasladarse continuamente. Nuestro telediario de las seis está arrasando entre las cadenas locales, y el programa Crímenes verdaderos se encuentra entre los diez más vistos. Y para colmo, admítelo, echas de menos Nueva York.
Fran casi había esperado que citara el sobado chiste de que, fuera de Nueva York, todo es Bridgeport, pero no había llegado tan lejos. Gus, con el pelo cano y los hombros hundidos, aparentaba hasta el último segundo de sus cincuenta y cinco años, y su semblante exhibía permanentemente la expresión de alguien que ha perdido el último autobús en medio de una nevada.
No obstante, la expresión era engañosa, y Fran lo sabía. De hecho, poseía una mente penetrante, una reputación a prueba de bomba en el aspecto de crear noticiarios, y un talante competitivo sin parangón en la industria. Fran, sin pensarlo dos veces, había aceptado el empleo. Trabajar para Gus significaba el ascenso rápido hacia la cumbre.
—¿Nunca supiste nada de Molly después de la graduación? —preguntó Gus.
—Nada de nada. Le escribí durante el juicio, ofreciéndole mi solidaridad y apoyo, y recibí una carta muy formal de su abogado, en la cual afirmaba que, aparte de agradecer mi preocupación, Molly no tenía la menor intención de mantener correspondencia con nadie. Eso fue hace cinco años y medio.
—¿Cómo era? Cuando era joven, quiero decir.
Fran se remetió un mechón de pelo castaño claro detrás de la oreja, un gesto inconsciente que delataba concentración. Una imagen destelló en su mente, y por un instante vio a Molly a la edad de dieciséis años, en la academia Cranden.
—Molly siempre fue especial —dijo al cabo—. Ya has visto sus fotos. Siempre fue una belleza. Mientras que sus otras compañeras éramos torpes adolescentes, ella siempre conseguía que los chicos se volvieran. Tenía unos ojos de un azul increíble, casi iridiscentes, un tipo por el que las modelos matarían y un cabello rubio deslumbrante. Sin embargo, lo que más me impresionaba de ella era su serenidad. Recuerdo haber pensado que, si se encontraba con el Papa y la reina de Inglaterra en la misma fiesta, sabría cómo dirigirse a cada uno de ellos respetando el protocolo. Lo más divertido es que siempre sospeché que era tímida. Pese a su notable compostura, había algo vacilante en su comportamiento, como una especie de ave hermosa posada al final de una rama, preparada para emprender el vuelo de un momento a otro.
Había recorrido la sala como si se deslizara, pensó Fran, recordando la vez que la había visto con un traje elegante. Aparentaba más estatura de su metro setenta gracias a su porte.
—¿Erais muy amigas? —preguntó Gus.
—Oh, yo no estaba en su órbita. Molly pertenecía al grupo adinerado del club de campo. Yo era una buena atleta y me concentraba más en los deportes que en las actividades sociales. Te aseguro que mi teléfono nunca se recalentaba los viernes por la noche.
—Como diría mi madre, cuando creciste te hiciste muy guapa —dijo Gus.
Nunca estuve a gusto en la academia, pensó Fran. Había muchas familias de clase media en Greenwich, pero la clase media no era suficiente para papá. Siempre intentaba congraciarse con la gente rica. Quería que me hiciera amiga de las chicas adineradas, o de las que tenían buenos contactos.
—Dejando aparte su apariencia, ¿cómo era Molly?
—Muy cariñosa —dijo Fran—. Cuando mi padre se suicidó y se supo lo que había hecho, la estafa y todo lo demás, evité a todo el mundo. Molly sabía que yo corría cada día, y una mañana temprano me estaba esperando. Dijo que sólo quería hacerme compañía un rato. Como su padre era uno de los principales contribuyentes al fondo de la biblioteca, ya puedes imaginar lo que supuso para mí su demostración de amistad.
—No debiste avergonzarte por lo que tu padre había hecho —repuso Gus.
Fran repuso con tono crispado:
—No estaba avergonzada. Sólo sentía pena por él, e irritación, supongo. ¿Por qué pensaba que mi madre y yo necesitábamos cosas? Cuando murió, comprendimos que debía de estar muy nervioso los días anteriores, porque iban a realizar una auditoría de los libros mayores de la biblioteca, y él sabía lo que descubrirían. —Hizo una pausa—. Se portó mal, por supuesto. Por apropiarse de ese dinero y por pensar que lo necesitábamos. Además, era un hombre débil. Era terriblemente inseguro, pero al mismo tiempo era un tío muy divertido.
—Como el doctor Gary Lasch. También era un buen administrador. El hospital Lasch tiene una reputación a prueba de bomba, y Remington Health Management no es como tantas otras aseguradoras médicas de segunda fila que quiebran y dejan a médicos y pacientes en la estacada. —Gus sonrió—. Conoces a Molly y fuiste al colegio con ella, lo cual te proporciona más pistas. ¿Crees que era culpable?
—Sin la menor duda —contestó Fran—. Las pruebas en su contra eran abrumadoras, y he cubierto suficientes juicios por asesinato para saber que la gente más impensable arruina su vida por perder el control en una fracción de segundo. De todos modos, a menos que Molly hubiera cambiado drásticamente desde la última vez que la vi, sería la última persona del mundo a la que imaginaría culpable de un asesinato. Por ese mismo motivo, no obstante, puedo comprender que su mente se bloqueara en ese preciso momento.
—Y por eso este caso es tan importante para el programa —dijo Gus—. Ocúpate de él. Cuando Molly Lasch salga de la prisión de Niantic la semana que viene, quiero que formes parte del comité de recepción que le dará la bienvenida.