El 24 de julio con Sarah junto a ella. Laude se declaró culpable de homicidio en la persona de Allan Grant.
El hemiciclo de Prensa del Juzgado estaba lleno de periodistas de cadenas de radio, de televisión, de periódicos y de revistas. Karen Grant, con traje de punto negro y joyas de oro, se hallaba sentada detrás del fiscal. Desde las filas destinadas a los visitantes, los alumnos del «Clinton College» y los curiosos habituales observaban el proceso, pendientes de cada palabra.
Justin Donnelly, Gregg Bennett y Brendon Moody ocupaban la primera fila detrás de Laurie y Sarah. Justin sintió una aplastante sensación de impotencia cuando el ujier anunció:
—Todos en pie.
El juez entró desde su despacho. Laurie llevaba un traje chaqueta de lino azul que acentuaba su delicada belleza. Aparentaba más los dieciocho años que los veintidós que tenía, y contestó a las preguntas del juez en voz baja pero segura. Justin pensó que Sarah parecía más frágil que ella. Su rojizo cabello llameaba sobre la chaqueta gris perla. La chaqueta le venía muy holgada, y él se preguntó cuántos kilos habría perdido desde el inicio de aquella pesadilla.
Una atmósfera de tristeza se respiraba en la sala mientras Laurie contestaba con serenidad las preguntas del juez. Sí, comprendía lo que significaba declararse culpable. Sí, había revisado las pruebas con sumo cuidado. Sí, ella y su abogado creían que había matado a Allan Grant en un arrebato de ira pasional después de que él hubiera enseñado las cartas al decano.
—En vista de las pruebas —terminó diciendo—, creo que cometí el crimen. No recuerdo nada, pero sé que debo de ser culpable. Lo lamento mucho. Él se portó bien conmigo. Estaba dolida y furiosa cuando él llevó esas cartas al decano, pero era porque yo no recordaba haberlas escrito. Quisiera pedir perdón a los amigos del profesor y a sus colegas, han perdido a un ser humano maravilloso por mi culpa. De ninguna forma podré compensarles. —Se volvió para mirar a Karen Grant—. Lo siento mucho, mucho. Si me fuera posible, daría mi vida encantada por devolverle a su marido.
El juez fijó la fecha de la sentencia para el 31 de agosto. Sarah cerró los ojos. Todo iba demasiado de prisa. Había perdido a sus padres hacía menos de un año, y ahora iban a separarla de su hermana.
*****
Un ayudante del comisario los acompañó hasta una salida trasera para esquivar a los medios de comunicación. Con Gregg al volante, se alejaron con rapidez. Moody iba delante, y Justin en el asiento posterior con Laurie y Sarah.
—Quiero ir a casa del profesor Grant —dijo Laurie cuando llegaban a la Autopista 202.
—Laurie, siempre te has negado a ir allí, ¿por qué quieres hacerlo ahora? —preguntó Sarah.
Laurie se llevó las manos a la cabeza.
—Cuando estaba declarando ante el juez, al expresar mis pensamientos en voz alta, zumbaban como tam-tams. Un chiquillo gritaba que yo era una mentirosa.
Gregg hizo un giro ilegal en U.
—Sé donde está.
En el césped había el cartel colocado por la inmobiliaria. La blanca casa tenía la puerta cerrada con candado. El jardín aparecía descuidado.
—Quiero entrar —pidió Laurie.
—Hay un número de teléfono de la inmobiliaria —dijo Moody—. Podemos llamar y preguntar dónde hemos de ir a buscar la llave.
—El pestillo de la puerta corrediza del estudio no cierra del todo —dijo Laurie, con una risita sofocada—. Lo sé muy bien. La he abierto muchas veces.
Sobrecogida, Sarah comprendió que aquella risa seductora correspondía a Leona.
La siguieron en silencio mientras los guiaba hasta la parte posterior de la casa por el patio enlosado. Sarah observó la protectora barrera de árboles de hoja perenne que resguardaban el patio de la salida trasera. En sus cartas a Allan Grant, Leona decía que le observaba a través de la puerta. Claro que nadie la había visto.
—A primera vista parece que está cerrada, pero si la mueves un poco…
La puerta se abrió y Leona entró.
La habitación olía a cerrado. Todavía quedaban algunos muebles dispersos. Leona señaló un viejo sillón de cuero con un diván enfrente.
—Ése era su sillón favorito. Solía sentarse en él durante un par de horas. Me encantaba contemplarle. A veces, cuando se iba a la cama, yo me acomodaba ahí.
—Leona —dijo Justin—. Volviste en busca de tu billetero la noche en que Allan Grant murió. Debbie nos dijo que le había dejado durmiendo, y que tu mochila y el cuchillo estaban en el suelo al lado de la cama. Demuéstranos lo que ocurrió.
Ella asintió y empezó a caminar con pasos cautelosos, silenciosos, hacia el pasillo que conducía al dormitorio. Entonces se detuvo.
—Hay tanto silencio. Ya no ronca. Quizás esté despierto. —Caminó de puntillas hacia la puerta del dormitorio, donde se detuvo.
—¿Estaba abierta la puerta? —preguntó Justin.
—Sí.
—¿Había alguna luz encendida?
—La lamparita del cuarto de baño. ¡Oh, no! —Se tambaleó hasta el centro de la habitación y miró a su alrededor. De inmediato cambió su postura—. Mirad. Está muerto. Y volverán a culpar a Laurie.
Entonces, la voz del muchacho surgió de nuevo.
—Sacadla de aquí.
Justin pensó que no podía dejarle escapar. Él era la clave de todo.
Sarah observó horrorizada cómo Laurie, que no era Laurie, separaba los pies, mientras sus rasgos parecían cambiar, cerraba los ojos, se inclinaba y con ambas manos hacía el gesto de arrancar algo.
«Extrae el cuchillo del cadáver», pensó Sarah. Justin, Brendon y Gregg estaban en primera fila, como los espectadores de una obra surrealista. La habitación vacía parecía haberse llenado de repente de testigos en el lecho de muerte de Allan Grant. Habían limpiado la alfombra, pero Sarah la imaginaba manchada de sangre como aquella noche.
La personalidad alterada del chico buscaba alguna cosa en la alfombra. «La mochila —pensó Sarah—. Esconde el cuchillo dentro».
—Sáquela de aquí —repitió la voz asustada. Los pies de Laurie corrieron hacia la ventana, pero de repente se detuvieron. El cuerpo se volvió en redondo y los ojos recorrieron la habitación. Se inclinó como si recogiera un objeto del suelo y se lo metiera en el bolsillo.
«Debe de ser la pulsera que encontraron en el vaquero de Laurie», se dijo Sarah.
Aquel fantasma que era Laurie abrió la ventana. Todavía con la imaginaria mochila apretada contra el pecho, el muchacho saltó al alféizar de la ventana y cayó al césped.
—Sigámosla —susurró Justin.
*****
Leona los esperaba al otro lado.
—Aquella noche no hubo necesidad de que nadie la abriera —dijo con toda tranquilidad—. Ya lo estaba cuando yo volví. Por eso en la habitación hacía frío. ¿Tiene un cigarrillo, doctor?