Como siempre, Opal sentía que la tensión crecía en su interior cuando pasaron ante la indicación que rezaba ENTRA EN RIDGEWOOD. «Tenemos un aspecto totalmente distinto», se aseguró a sí misma, mientras se alisaba la falda del vestido estampado en blanco y azul, un modelo clásico con escote en pico, manga larga y cinturón estrecho. Llevaba zapatos azul marino y bolso a juego. La única joya que lucía era una hilera de perlas y la alianza de casada. Se había recortado el cabello y se lo había teñido pocas horas antes. Iba muy peinada, y las gafas de sol modificaban sus facciones.
—Estás muy elegante, Carla —le había dicho Bic antes del salir del «Wyndham»—. No temas, no existe ni la más remota posibilidad de que Lee te reconozca. ¿Qué tal estoy?
Bic se había puesto una camisa blanca de manga larga, traje de verano color tostado y una corbata canela con topos marrones. Tenía todo el cabello plateado. Aunque se lo había dejado crecer un poco, lo llevaba peinado hacia atrás. También se había afeitado el vello de las manos. Era la viva imagen del clérigo distinguido.
Giraron en Twin Oaks Road.
—Ésa era la casa rosada —le dijo Bic con sarcasmo—. Si es posible, no vuelvas a mencionarla. Cuando hables con ella, no la llames Lee, sino Laurie. Me parece que no es pedir demasiado.
Opal hubiera querido recordarle que él había sido el que la llamó Lee durante el programa de televisión, pero no se atrevió. Repasó mentalmente las pocas palabras que debía intercambiar con Laurie cuando se encontraran cara a cara con ella.
Había tres coches estacionados en la entrada. Uno era el de la asistenta; el otro, un «BMW», pertenecía a Sarah; el tercero, un «Oldsmobile» con matrícula de Nueva York…, ¿de quién sería?
—Tienen visita —dijo Bic—. Ésa puede ser la providencia divina de un testigo que pueda declarar que Lee nos ha visto, si fuese necesario.
Eran las cinco en punto. Los últimos rayos de sol iluminaban zonas del mullido césped y resplandecían entre las azules hortensias del sendero.
—Estaremos sólo un minuto, aunque nos inviten a quedarnos.
Lo último que se le hubiera ocurrido a Sarah era pedirles a los Hawkins que se quedaran. Ella, Laurie y Justin sentados en el estudio y la sonriente Sophie, después de haber abrazado a Laurie, les preparaba el té.
Cuando Laurie estaba haciendo las maletas, Justin había sorprendido a Sarah con la insinuación de que lo mejor sería que las acompañara.
—No es que espere una reacción adversa —le explicó—, pero Laurie ha estado cinco meses aquí, y aflorarán muchos recuerdos a su mente. Podríamos pasar por mi apartamento en tu coche y recoger el mío.
—Y también quieres estar presente por si se produce alguna nueva revelación —añadió Sarah.
—No lo niego.
—La verdad es que me alegra que vengas con nosotras. Creo que estoy tan asustada como Laurie por su vuelta a casa.
De forma inconsciente, Sarah había alargado la mano y Justin se la cogió.
—Sarah, quiero que me prometas que buscarás un psiquiatra para que te ayude cuando tu hermana empiece a cumplir su condena. No te preocupes, no pienso ser yo, seguro que no te gustaría. Pero el futuro va a ser duro.
Durante un momento, al notar el calor de su mano sobre la de ella, Sarah tuvo menos miedo de todo, de la reacción de Laurie al llegar a casa, del día de la siguiente semana en que oiría a Laurie, junto a ella, declararse culpable de su homicidio.
Cuando la campanilla sonó, Sarah agradeció que Justin se encontrara allí. Laurie, que, exultante de alegría, había enseñado la casa al doctor, pareció alarmada de repente.
—No quiero ver a nadie.
—Me apuesto cualquier cosa a que es ese par —refunfuñó Sophie.
Sarah se mordió el labio, exasperada. «¡Cielo Santo!, esa pareja empieza a ser un fastidio». Oyó que el reverendo Hawkins explicaba a Sophie que esa tarde estaban buscando una caja que contenía documentos importantes, y se habían dado cuenta de haberla metido por error en uno de los bultos enviados a la casa.
—Si pudiera bajar al sótano a recogerla, les estaría muy agradecido.
—Son el matrimonio que ha comprado la casa —explicó Sarah a Laurie y a Justin—. No te preocupes, no voy a invitarles ni a sentarse siquiera, pero creo que debo saludarles. Seguro que han visto mi coche.
—Me parece que no hace falta que salgas —comentó Justin al oír pasos en el vestíbulo. Al cabo de un momento, Bic aparecía en el hueco de la puerta, seguido por Opal.
—Sarah, querida, discúlpenos. Se trata de unos documentos mercantiles que mi contable necesita sin falta. Ah, tú eres Laurie, ¿no?
Laurie, que estaba sentada al lado de Sarah en el sofá, se puso en pie.
—Sarah me ha hablado de usted y de su esposa.
Bic no se movió del umbral.
—Encantados de conocerla, Laurie. Su hermana es una gran mujer, y habla maravillas de usted.
—Una gran mujer —repitió Opal—. ¡Y nos complace tanto haber comprado esta maravillosa casa!
Bic miró a Justin.
—El reverendo Hawkins y su esposa, el doctor Donnelly —los presentó Sarah en un murmullo.
—No queremos molestar —dijo Hawkins—. Bajaremos un momento al sótano a recoger los documentos y saldremos por la puerta de servicio. Buenas tardes a todos.
En un par de minutos, Sarah observó que los Hawkins habían conseguido estropear la felicidad temporal de Laurie, la cual se quedó silenciosa y no respondió cuando Justin le comentó que se había criado en Australia, en una granja de ovejas.
Sarah se alegró cuando Justin aceptó la invitación para quedarse a cenar.
—Sophie ha cocinado para un regimiento —dijo Sarah.
Laurie también quería que se quedara.
—Me siento más segura con usted aquí, doctor Donnelly.
La cena resultó un éxito. La frialdad que los Hawkins habían llevado consigo desapareció mientras se comían un delicioso faisán con arroz salvaje, obra de Sophie. Justin y Sarah tomaron vino, Laurie, sólo agua. Terminaban el café cuando Laurie se excusó y salió del comedor.
A los pocos minutos volvió con una bolsa.
—Doctor, no puedo evitarlo —dijo—. Tengo que volver con usted y dormir en la clínica. Sarah, lo siento, pero sé que algo espantoso me ocurrirá en esta casa y no quiero que sea esta noche.